Me sentí decepcionado por mi prometida y la dejé tras visitar su casa
Estuve casado durante trece años, y mi exesposa nunca fue considerada una belleza clásica. En nuestra juventud, me cautivó con su fragilidad, su ternura, esa suave dulzura que llegaba al alma. No diría que era deslumbrante, pero siempre sabía cómo presentarse. Era su mundo: los caros encajes con los que se consentía, las estanterías del baño repletas de cremas, perfumes, aceites y cosméticos. Había tantas botellas y frascos que me perdía en su cantidad, pero ella siempre olía como un jardín florido. Ambos ganábamos bien, vivíamos con comodidad, y podía permitirse esos pequeños lujos.
Mi ex nunca se permitía andar por casa con ropa desgastada; su cabello siempre estaba arreglado y su ropa planchada. Me gustaban las mujeres así: cuidadas, conscientes de su valor. Pero el destino quiso que nos divorciáramos hace cinco años, y desde entonces mi vida se convirtió en una sucesión de encuentros fugaces. Las mujeres iban y venían sin dejar rastro, hasta que la conocí a ella: Lucía. Parecía de otro mundo: hermosa, atractiva, con rasgos finos y un andar seguro. Lideraba con gran facilidad un equipo de hombres en el trabajo, y no pude evitar admirarla. Decidí que no podía dejarla escapar.
Todo empezó con conversaciones inocentes, pero pronto la invité a mi apartamento en Madrid. No cociné, pedí la cena de un restaurante, pero preparé la mesa con todo mi empeño. La velada fue mágica: vino, risas, miradas profundas. Lucía se quedó a dormir, y desde entonces fue una visitante frecuente. Pero cuanto más la veía, más me molestaba su comportamiento. Nunca traía consigo ni maquillaje, ni ropa de cambio, ni ropa interior. Por la mañana la veía en un estado terrible: el rímel corrido, el pelo enredado, la cara cansada. Después de ducharse, se volvía a poner la misma ropa del día anterior, y eso me hería la vista. Para ser honesto, estaba profundamente decepcionado.
Un día, Lucía me invitó a su casa. Iba pensando que encontraría un caos, ya que sus costumbres en mi casa insinuaban desorden. Pero al cruzar el umbral de su apartamento, quedé en shock. No había desorden, sino algo muy distinto. Dentro, todo estaba recién renovado: elegante, caro, con muebles de calidad y detalles de moda. Todo hablaba de buen gusto y comodidad. Pero cuando entré al baño para lavarme las manos, mi corazón se encogió de tristeza. En la estantería solo había un champú y un tubo de pasta de dientes. Y nada más. Ni un ápice de lujo, ni un indicio de autocuidado. Recordé a mi exesposa, cuyas estanterías estaban abarrotadas de botellas, el baño perfumado, y eso para mí era signo de feminidad, de respeto por sí misma. Y aquí, solo vacío.
Lucía había celebrado recientemente sus 33 años, pero parecía que ni siquiera pensaba en cómo conservar su juventud. ¿Acaso no le preocupaban las arrugas, la piel marchita? Me quedé mirando esa escasa estantería y sentí una creciente decepción. Pero el verdadero golpe me esperaba en el balcón. Allí, colgada en la cuerda, estaba su ropa interior: gris, sencilla, sin un mínimo de gracia. Ella notó mi mirada y dijo con indiferencia: “Para mí lo principal es la comodidad”. Esas palabras sonaron como una sentencia.
Quizás, a mis 42 años, me había vuelto demasiado exigente. Tal vez mis hábitos, mis expectativas, eran una carga del pasado que no podía soltar. Pero comprendí que con una mujer así no podría vivir. Nos separamos, fui yo quien puso fin a la relación. Me fui sin mirar atrás, con el corazón pesado, pero convencido de que no podía aceptar ese vacío donde esperaba encontrar belleza y cuidado. Lucía era hermosa por fuera, pero dentro de su hogar solo vi indiferencia hacia sí misma, y eso mató todo lo que podría haber habido entre nosotros.






