Deseaba una hija, pero Dios me dio un hijo. Y lloré en su boda…

Quería una hija, pero Dios me dio un hijo. Y lloré en su boda…

Cuando Alejandro y Natalia celebraban su fastuosa, alegre y bulliciosa fiesta, y cada invitado alzaba su copa para brindar por los novios, nadie notó a una mujer en un rincón del salón secándose las lágrimas a escondidas. Era la madre del novio, Lucía Martínez. Y no lloraba de emoción. Su corazón se encogía no de alegría, sino de una soledad que, pensaba, sería ahora su eterna compañera.

Hace mucho, su madre le dijo: “Si tienes un hijo, terminarás sola. Ten más, quizá te toque una niña. Una hija es para la madre, un hijo para su esposa”. En aquel entonces, Lucía solo lo ignoró. Parecía que la vida era larga, ¿para qué apresurarse?

Desde joven soñó con una hija. Imaginaba lavar cada mañana su carita redonda, peinar sus rizos, atar moños. Incluso eligió el nombre de antemano: Carlota. Compró mantitas rosas, le pidió a una amiga que guardara la ropa de su bebé por si acaso.

Pero el destino fue otro. Nació un niño. Alejandro. Aunque jamás sería una Carlota, era tan dulce, cariñoso y de pelo rizado que Lucía lo miraba y pensaba: “Casi como una niña…”.

De pequeño, muchos lo confundían con una niña. Luego creció, se hizo hombre, seguro de sí mismo. Pero conservó ese carácter tierno y abierto. Ella estaba orgullosa, aunque en su interior persistía ese lamento: quizá habría tenido a su Carlota si no hubiera tenido miedo, si no se hubiera separado, si no se hubiera quedado sola…

Cuando Alejandro llevó a Natalia a casa, Lucía lo entendió todo. Sus miradas, sus risas, cómo se tomaban de la mano… Era amor verdadero. Lucía no pudo decir lo que pensaba. Solo murmuró: “No llegues tarde…”.

Alejandro asintió, pero en sus ojos se veía claro: ya no era un niño. Era un hombre que tomaba sus propias decisiones.

Cuando, seis meses después, anunció que se casaría, Lucía casi no respiró del asombro.

—¿No podrían esperar? Al menos hasta que termines la carrera… —intentó persuadirlo.

—Mamá, el amor no espera —sonrió—. Natalia y yo somos un equipo. Con ella, puedo con todo.

La boda fue espléndida, llena de música y baile. Y en medio del festejo, Lucía se quedó aparte, mirando en silencio a su hijo. Su niño de rizos dorados, ahora un hombre dueño de su vida.

Natalia no pasó por alto su tristeza. Se acercó y le puso una mano en el hombro:

—Lucía, ¿está llorando? ¿Pasa algo?

—No, cariño… Son solo… emociones —respondió, volviendo la cara.

Pero Natalia insistió. Entonces Lucía le confesó su sueño de tener una hija, su miedo a la soledad, lo duro que era ser madre de solo un hijo. Natalia escuchó sin interrumpir. Después, la abrazó.

—Déjeme ser su hija —dijo—. Me encantaría.

Todo cambió desde entonces. Alejandro y Natalia alquilaron un piso, luego compraron uno. Vivían aparte, pero siempre invitaban a Lucía. En fiestas, los fines de semana. Natalia llamaba seguido para pedir consejos. Y luego… nació la nieta. Rizada, encantadora, igualita a Alejandro. Era la Carlota de sus sueños.

Cuando Lucía la cargó por primera vez, lloró. Pero ahora, de felicidad. Natalia, al verla, susurró: “Ahora es abuela. La queremos mucho”.

Pasaron los años. Alejandro progresó en su trabajo, Natalia montó su negocio, y Lucía se mudó con ellos. Un piso amplio, su propia habitación, cuidados y cariño… Todo lo que una mujer como ella podía desear.

Ahora recuerda aquella boda y aquellas lágrimas con una sonrisa. A menudo charla en el parque con su vecina. Una tiene una hija en Estados Unidos que llama una vez al mes; la otra, dos hijos que la visitan a diario.

—Lo importante no es quién nace —dice Lucía—, sino cómo lo crías. Yo quería una hija… y el destino me dio un hijo. Y una hija de regalo. Gracias, Señor.

Mientras observa a su nieta jugar en la arena, mentalmente le dice a su madre: “Te equivocaste. Un hijo también puede ser para su madre… si ella lo cría así”.

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