Quería una hija, y Dios me dio un hijo. Y lloré en su boda…
Cuando Álvaro y Lucía celebraron su gran fiesta, con música, risas y brindis, nadie notó a la mujer que, en un rincón, secía lágrimas a escondidas. Era la madre del novio, Carmen Fernández. No lloraba de emoción, sino de una soledad que creyó la acompañaría para siempre.
Su madre le dijo una vez: “Si tienes un hijo, acabarás sola. Ten más, quizá tengas una niña. La hija es para la madre; el hijo, para su esposa”. Carmen se rió entonces, pensando que la vida era larga y no había prisa.
Desde joven, soñó con una hija. Imaginaba peinando rizos, atando lazos, vistiéndola de rosa. Incluso eligió el nombre: Martita. Guardó mantitas rosadas y ropa de bebé, por si acaso. Pero el destino quiso otra cosa. Nació un niño. Álvaro. No era la Martita que esperaba, pero era tan dulce, cariñoso y de rizos dorados que, a veces, Carmen lo miraba y pensaba: “Casi como una niña…”
De pequeño, muchos lo confundían con una niña. Luego creció, se convirtió en hombre, firme y seguro, pero conservó esa bondad que le hacía tan especial. Carmen estaba orgullosa, aunque en su corazón persistía el pesar: ¿y si hubiera tenido a Martita? ¿Y si no hubiera dejado a su marido? ¿Y si no estuviera sola?
Cuando Álvaro llevó a Lucía a casa, Carmen lo supo al instante. La forma en que se miraban, cómo se reían, cómo se tomaban de la mano… Era amor verdadero. Quiso decir algo, pero solo atinó a murmurar: “No regreses tarde…”
Álvaro asintió, pero su mirada decía claramente que ya no era un niño. Era un hombre, y tomaría sus propias decisiones.
Seis meses después, anunció que se casaría. Carmen casi no podía respirar.
—¿No podéis esperar? Al menos hasta que termines la carrera… —intentó convencerle.
—Mamá, el amor no espera —respondió él, sonriendo—. Lucía y yo somos un equipo. Con ella, puedo con todo.
La boda fue espléndida, llena de alegría. Y allí, entre la música y el bullicio, Carmen se sentó aparte, contemplando al novio. A su hijo. Ya no era aquel niño de rizos, sino un hombre con su propia vida.
Lucía no pasó por alto su tristeza. Se acercó, posando una mano suave en su hombro:
—Carmen, ¿está llorando? ¿Pasa algo?
—No, cariño… Son solo… emociones —musitó, apartando la mirada.
Pero Lucía no se dio por vencida. Y entonces, Carmen le confesó todo: su sueño de tener una hija, su miedo a quedarse sola, lo difícil que era ser madre de un solo hijo. Lucía escuchó en silencio. Luego, la abrazó.
—Deje que sea su hija —dijo—. Me encantaría.
Desde ese día, todo cambió. Álvaro y Lucía alquilaron un piso, luego compraron uno. Vivían separados, pero siempre invitaban a Carmen: en Navidad, los fines de semana. Lucía llamaba a menudo, pidiendo consejos. Y luego… nació la nieta. Una niña de rizos dorados, igual que Álvaro, la Martita que Carmen había soñado.
Cuando la sostuvo por primera vez, lloró. Pero esta vez, de felicidad. Lucía, sonriendo, solo susurró: “Ahora es abuela. La queremos mucho”.
Pasaron los años. Álvaro progresó en su trabajo, Lucía abrió su propio negocio, y Carmen se mudó con ellos. Un piso amplio, su propia habitación, cariño y atención… todo lo que una mujer como ella podía desear.
Ahora, recordaba aquella boda y aquellas lágrimas con una sonrisa. A menudo charlaba con las vecinas: una tenía una hija en América que llamaba una vez al mes; la otra, dos hijos que la visitaban a diario.
—Lo importante no es quién nace —dijo Carmen—, sino cómo lo crías. Yo quería una hija… Y la vida me dio un hijo. Y una hija de regalo. Gracias, Dios mío.
Mientras veía a su nieta jugar en el arenero, volvió a hablarle a su madre en silencio: “Te equivocabas. Un hijo también puede ser para su madre… si ella lo cría así”.