Desdichada

**Mi vida entre sombras**

Aurora creció como una mala hierba al borde del camino, sin cuidados, sin calor, sin miradas. Ni caricias, ni atenciones, ni un simple “te necesito” humano. La ropa que llevaba eran harapos ajenos, tan gastados que por los agujeros se veían sus rodillas delgadas. Los zapatos siempre estaban mojados, o se les despegaban las suelas. Para ahorrarse problemas con el pelo, su madre la cortaba al tazón, pero aun así, los mechones se le erizaban, gritando el caos de su vida.

No fue al jardín de infancia. Quizá le hubiera gustado, un sitio con niños, juguetes y calor… Pero sus padres tenían prioridades más altas: encontrar otra botella. Bebían, peleaban, se maldecían. Cuando desaparecían en busca de alcohol, Aurora se escondía en portales o trasteros. Aprendió pronto que cuanto menos se la viera, más intacta saldría. Si no lograba escapar, luego ocultaba los moratones.

Los vecinos murmuraban. Criticaban a Luisa, su madre, que antes era normal pero se había hundido con un maleante. Y sobre todo, sentían lástima por Aurora. Lástima que no servía de nada. Algunos le daban comida o un jersey viejo, pero si era medianamente decente, su madre lo vendía para beber. Así que Aurora vagaba por las calles de Madrid, descalza, hambrienta, rota.

Entró tarde en la escuela. Y, de pronto, allí encontró un refugio. Aprendía con facilidad, copiaba las letras con esmero, levantaba la mano y devoraba cualquier libro que alcanzara. En la biblioteca se quedaba hasta el cierre, pasando páginas como si fueran sagradas. Los profesores se asombraban: ¿de dónde salía tanta luz en esa niña abandonada y callada?

Pero sus compañeros no la aceptaron. No la entendían. No la compadecían. La temían. La ropa pobre, el pelo revuelto, su silencio… todo la hacía distinta. No jugaba, no reía, no captaba las bromas. Y sobre todo… sus padres. Los niños imitaban a Luisa borracha y llamaban a Aurora “la pordiosera”. Y así se quedó. Primero en susurros, luego en voz alta. Con los años, nadie recordaba su nombre verdadero.

Los profesores, aunque veían la injusticia, callaban. Unos por miedo a los padres influyentes de otros alumnos. Otros por impotencia. Algunos, por pura costumbre. Y Aurora se escondía.

Su rincón era un parque viejo tras la escuela, cerca de un estanque abandonado. Bajo un roble centenario, pasaba las tardes y hasta dormía cuando su casa era insoportable. Su compañía eran gatos y perros callejeros. Con ellos compartía comida, abrazos, palabras. Allí, bajo el susurro de las hojas, podía respirar.

Su padre murió cuando ella tenía catorce. Se heló en una cuneta, borracho. En el entierro, solo Luisa y Aurora. Su madre gritó y se golpeó; su hija solo permaneció quieta. Sin lágrimas, sin palabras. Solo un alivio solitario y la culpa por sentirlo.

Tras la muerte de su padre, Luisa enloqueció. Crisis, gritos, días perdidos. A veces no reconocía a Aurora. La niña comenzó a trabajar fregando escaleras o acarreando agua. Los vecinos le daban monedas. Con ellas compraba libros de medicina, soñando con curar a su madre algún día.

En la escuela, todo empeoró. Alguien supo que limpiaba portales, y los abusos escalaron. Sobre todo de Rebeca, la reina del instituto, hija de padres adinerados.

—¡Eh, pordiosera! ¿Otra vez a limpiar mierda? —le gritaba cuando Aurora salía corriendo de clase.

Ella aguantaba en silencio. Aprendió a no oír. Pero cada vez, el dolor se hundía más hondo, como una piedra en el pecho.

—¿Por qué lo hacen? —murmuraba al perro que se frotaba contra sus piernas—. ¿Qué les he hecho yo? ¿Es esto justo?

Hasta que llegó él. Álvaro Mendoza. Nuevo en clase. Alto, moreno, con una mirada serena. Hijo de médicos, deportista, callado. Todas suspiraban por él. Aurora también, pero lo ocultaba. Cada vez que pasaba, su corazón latía más fuerte, sus mejillas ardían. Rogaba que nadie lo notara.

Rebeca decidió que Álvaro sería suyo. Vestidos caros, perfume, uñas impecables… Nadie se atrevía a competir. Aurora ni lo intentó.

Un día, llegó tarde a clase por culpa de un ataque de su madre. Al entrar, dejó caer su libro de psiquiatría. Rebeca lo recogió.

—¿Qué es esto? ¿Te has vuelto loca como ella, pordiosera?

Aurora no pudo más. Tapándose la boca para no gritar, salió corriendo. En la puerta, chocó contra Álvaro, que no entendió nada.

Llegó al parque. Al roble. Se desplomó en la nieve. Lloró.

Y entonces vio al perro caminar sobre el hielo. Oyó el crujido. El animal se hundió.

Aurora se lanzó a salvarlo. Se quitó el abrigo. Gateó. Lo agarró del lomo… y el hielo cedió. El agua helada le quemó la piel, le robó el aire. El perro forcejeaba a su lado. Intentó nadar. Las fuerzas la abandonaban. Hasta que unas manos firmes la sacaron del agua. Y al perro también.

En la orilla, Álvaro la miraba.

—Vamos. Mi madre es médica. Te congelas. Vivimos cerca —dijo, envolviéndola en su chaqueta.

Ella asintió, aturdida.

Al día siguiente, entraron juntos al instituto.

—¿En serio? —gritó Rebeca—. ¡Pero si es una pordiosera!

Álvaro respondió tranquilo:

—Pordiosero solo puede ser el alma. Y la tuya es la más miserable que he visto.

Rebeca retrocedió. La clase enmudeció. Aurora se sentó en su pupitre. Por primera vez, no estaba sola. Y por primera vez, no bajó la cabeza.

Ahora tenía a alguien a su lado. Alguien que no veía a “la pordiosera”, sino a una persona. Y también a Lola, la perra que salvó. Que ahora vivía con Álvaro.

A veces, la vida da una oportunidad a quienes supieron esperar.

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