Desde el día en que cayó la cuchara

Desde aquel día en que cayó la cuchara

Cuando en una casa deja de tintinear la cubertería, no solo se pierde una costumbre. Aquella mañana, doña María del Carmen lo comprendió al ver cómo la cuchara se le escapó de la mano. Sin motivo, sin dolor, sin aviso. Simplemente, cayó. La mesa, cubierta con un hule ajado de flores, tembló ante el ruido seco, que resonó por el piso como un disparo en el silencio absoluto. La cuchara rodó bajo la silla, y doña María del Carmen la contempló por largo rato, como si fuera algo ajeno. En aquella caída tan simple había algo inquietante, como si la cuchara supiese que empezaba para ella una etapa nueva y vacía.

Lentamente, la recogió, la lavó y la secó con esmero, como si quisiera borrar no solo los restos del desayuno, sino también ese presentimiento extraño. Volvió a sentarse, pero ya no tenía hambre. El silencio en la habitación era más denso que nunca. Hasta el reloj de pared, como si lo notara, dejaba pausas entre sus tics, como si también se detuviese a esperar. O quizá, a despedirse.

Aquel día, por primera vez, salió a la calle no para hacer la compra, sino solo para escuchar una voz humana. Se echó el abrigo sin mirarse al espejo, olvidó el pañuelo en el perchero, pero salió igual, como si huyera de una soledad que avanzaba, lenta e implacable, como la marea. La dependienta le preguntó: «¿Quiere una bolsa?», y doña María del Carmen estuvo a punto de responder: «Eres la primera persona con la que hablo hoy.» Pero se contuvo. Solo asintió. Se demoró un instante más en la mesa de pago, por si acaso decían algo más.

A partir de entonces, comenzó a contar. No los días, sino el silencio. Cuánto tiempo había pasado desde la última llamada de su hija. Cuántas semanas desde que los vecinos dejaron de visitarla. Cuántas veces comió sola—desayunando en penumbra, almorzando con la radio de fondo, cenando por pura inercia, ya sin encender la luz. Tenía setenta y un años. Pero no se sentía vieja. Se sentía apagada, como una bombilla cuyos cables aún funcionaban, pero cuyo interruptor estaba en otras manos.

Hasta que llegó febrero. En la farmacia, junto al escaparate de cristal, vio a una mujer joven. Iba de un lado a otro entre los estantes, buscando algún medicamento con gesto angustiado, llorando en silencio. Sus manos temblaban, la respiración se le cortaba, y llevaba unos guantes de lana con goma, como los de los niños. Sin pensarlo, doña María del Carmen se acercó y dijo con calma: «Yo tengo eso en casa. Vente conmigo.»

Así llegó a su vida la niña—de seis años, con la nariz roja del resfriado y unos ojos como los de un gatito asustado. La madre—Lorena—se había mudado al piso de abajo hacía poco, con sus cosas en bolsas de plástico y sin un centavo en el bolsillo. El marido se había ido. El dinero se había acabado. Lorena salió corriendo a la farmacia, cerrando apenas la puerta de su casa, y aquella noche, doña María del Carmen sintió algo que no era lástima, sino una extraña familiaridad.

Tomaron el té las tres. La niña hacía figuritas con migas de pan y las colocaba en el borde del platillo. Lorena no dejaba de disculparse, se arreglaba las mangas del suéter, evitando levantar la mirada. Doña María del Carmen no hablaba, solo asentía mientras servía más té. Hasta que al fin dijo: «Quedaos. Tengo habitaciones vacías. Y demasiado silencio. Vosotras sabréis romperlo.»

Se quedaron. Primero, una semana. Luego, para siempre. La habitación de Lorena se llenó del aroma a leche y colonia, por las mañanas se oían susurros, por las noches, risas infantiles. El grifo se atascaba, alguien renegaba preguntando: «Oye, ¿dónde guardas la sal?». Una tarde, la niña murmuró en el pasillo: «Abuela Mari», y nadie la corrigió.

En primavera, la cuchara volvió a caer. Pero esta vez, por culpa de la risa. La niña dio un codazo al tarro de mermelada, y doña María del Carmen, intentando atraparlo, falló. La cuchara golpeó contra los azulejos, rebotó y rodó. Y las tres se rieron—de verdad, con ganas. Hasta el perro viejo de la vecina asomó el hocico por la ventana, apoyando la barbilla en el alféizar, como si quisiera ser parte de aquel instante.

Y a la mañana siguiente, doña María del Carmen se dio cuenta: ya no contaba nada. Ni el silencio. Ni los días. Ni las pausas.

A veces, los cambios no llegan con una tormenta. Llegan con la caída de una cuchara. Lo importante es oír el ruido. Y no asustarse.

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