*16 de marzo*
Desde aquel día en que se cayó la cuchara.
Cuando en casa ya no suena la cubertería de plata, no es solo la costumbre lo que se rompe. Eso lo comprendió María del Pilar aquella mañana en que el cubierto se le escurrió de la mano. Sin motivo, sin dolor, sin aviso. Simplemente cayó. La mesa, cubierta con un mantel de hule con florecitas desgastadas, tembló con el golpe seco, y el sonido resonó por el piso como un disparo en el silencio absoluto. La cuchara rodó bajo la silla, y María del Pilar la miró fijamente, como si fuera un objeto ajeno. En esa simple caída había algo inquietante. Como si la cuchara supiese que empezaba un nuevo capítulo en su vida, vacío y silencioso.
La recogió, la lavó, la secó con cuidado —como si quisiera borrar no solo los restos del desayuno, sino también esa extraña sensación—. Volvió a sentarse, pero la comida ya no le pasaba por la garganta. La habitación parecía más silenciosa que nunca. Hasta el reloj, como si presintiera algo, hacía pausas entre sus tics, como si también se detuviese a esperar. O a despedirse.
Aquel día fue por primera vez al mercado no por comida, sino solo para oír una voz humana. Se echó el abrigo al hombro sin mirarse al espejo, olvidó el gorro en el perchero, pero salió igual —como si huyera de la soledad que avanzaba, lenta pero implacable, como la marea—. La dependienta le preguntó: «¿Quiere bolsa?», y María del Pilar casi respondió: «Usted es la primera persona con la que hablo hoy». Pero calló. Solo asintió. Y se demoró un instante más en la caja, por si acaso le decían algo más.
A partir de entonces, empezó a contar. No los días, sino el silencio. Cuánto había pasado desde la última llamada de su hija. Cuántas semanas sin ver a los vecinos. Cuántas comidas en soledad —el desayuno, el almuerzo con la radio de fondo, las cenas por inercia, sin encender ni siquiera la luz de la cocina—. Tenía setenta y un años. Pero no se sentía vieja. Se sentía apagada. Como una bombilla con los cables intactos, pero cuyo interruptor ya no estaba en sus manos.
Hasta que llegó febrero. En la farmacia, junto al escaparate, vio a una mujer joven. Revolvía entre los estantes, perdida, buscando medicinas entre lágrimas silenciosas. Las manos le temblaban, la respiración se le entrecortaba, y los guantes de lana —esos con goma para los niños— colgaban de las mangas. María del Pilar se acercó y dijo con calma: «En casa tengo. Venga».
Así entró en su vida una niña de seis años, con la nariz enrojecida por el resfriado y los ojos asustados como los de un gatito. La madre, Ainhoa, alquilaba un piso debajo del suyo. Acababa de llegar, con maletas de cartón y sin un euro en el bolsillo. El marido la había abandonado. No le quedaba nada. Había salido corriendo en busca de pastillas, dejando hasta la puerta abierta. Y esa noche, María del Pilar no sintió lástima, sino algo distinto: como si algo familiar hubiera entrado en su casa.
Tomaron el té las tres. La niña hacía figuritas con migas de pan y las alineaba en el borde del plato. Ainhoa no paraba de disculparse, retorciendo las mangas del jersey, sin levantar la mirada. María del Pilar callaba, servía más té. Al final, solo dijo: «Quédate. Hay habitaciones vacías. Y demasiado silencio. Ustedes saben llenarlo».
Se quedaron. Primero, una semana. Luego, para siempre. La habitación de Ainhoa se llenó del olor a leche y colonia barata; por las mañanas se oían susurros, por las noches, risas infantiles. El grifo se atascaba, alguien protestaba, preguntaba: «¿Dónde guardas la sal?». La niña, un día, murmuró en el pasillo: «Abuela Pilar» —y nadie la corrigió—.
En primavera, la cuchara volvió a caer. Pero esta vez, de la risa. La niña golpeó sin querer el bote de mermelada, y María del Pilar, intentando cazarlo al vuelo, falló. El cubierto tintineó contra las baldosas, rebotó, rodó. Y las tres rieron. De verdad, fuerte. Hasta el perro viejo del patio de al lado asomó el hocico por la ventana, como queriendo ser parte de ese instante.
Y al día siguiente, María del Pilar se dio cuenta: ya no contaba nada. Ni el silencio. Ni los días. Ni las pausas.
A veces, los cambios no llegan con tormenta. Basta una cuchara que cae. Lo importante es escuchar el ruido. Y no asustarse.