**Diario de una mañana cualquiera**
Desde aquel día en que se me cayó la cuchara, supe que algo había cambiado. No era solo un gesto mecánico, roto de repente. Fue esa mañana, cuando el cubierto se escapó de mis dedos sin motivo, sin dolor, sin aviso. Simplemente cayó. La mesa, cubierta con un hule floreado de toda la vida, tembló con el golpe, y el sonido resonó por el piso como un disparo en el silencio. La cuchara rodó bajo la silla, y yo me quedé mirándola como si fuera algo ajeno. En esa caída había algo inquietante, como si supiera que empezaba una etapa vacía.
La recogí, la lavé, la sequé con esmero—como queriendo borrar no solo los restos de la mermelada, sino esa sensación rara. Volví a sentarme, pero el desayuno ya no me entraba. El silencio en la cocina era más denso que nunca. Hasta el reloj de pared parecía hacer pausas entre tic y tac, como si él también estuviera despidiéndose.
Aquel día fui al supermercado, no por necesidad, sino solo para oír una voz humana. Me abrigué sin mirar al espejo, olvidé el gorro en el perchero, pero salí igual—huyendo de una soledad que avanzaba como la marea. La cajera me preguntó: «¿Quiere bolsa?», y por poco le contesto: «Eres la primera persona con quien hablo hoy». Pero me callé. Solo asentí. Me demoré un segundo más, por si acaso decía algo más.
Desde entonces empecé a contar. No los días, sino los silencios. Cuánto había pasado desde la última llamada de mi hija. Cuántas semanas sin ver a los vecinos. Cuántas comidas en soledad—desayunos rápidos, almuerzos con la radio de fondo, cenas por pura inercia, sin encender siquiera la luz. Tenía setenta y un años. Pero no me sentía vieja; me sentía apagada. Como una bombilla con los cables intactos, pero el interruptor en manos ajenas.
Hasta que llegó febrero. En la farmacia, junto al escaparate, vi a una mujer joven. Iba de un lado a otro entre los estantes, buscando medicamentos con urgencia, llorando en silencio. Le temblaban las manos, respiraba entrecortado, los mitones colgando como los de los niños. Me acerqué sin pensarlo y le dije: «En casa tengo. Vamos».
Así entró en mi vida una niña de seis años, con la nariz roja del resfriado y ojos de gatito asustado. Su madre, Lucía, se había mudado al piso de abajo hacía poco, con bolsas en vez de maletas y sin un euro. El marido se había ido. El dinero se acabó. Lucía salió corriendo, dejando hasta la puerta abierta. Y esa noche sentí—no lástima, sino como si algo familiar volviera a casa.
Bebimos té las tres. La niña hacía figuras con migas de pan y las ponía en el borde del platillo. Lucía no paraba de disculparse, enrollaba los puños del jersey, evitaba mi mirada. Yo solo asentía, sirviendo más té, hasta que al final dije: «Quedaos. Hay habitaciones de sobra. Y demasiado silencio. Vosotras sabéis romperlo».
Se quedaron. Primero una semana. Luego, para siempre. La casa se llenó de leche caliente y colonia barata, de susurros por la mañana y risas por la noche. El grifo goteaba, alguien preguntaba «¿Dónde está la sal?», y la niña, un día, me llamó «Abuela Lola» sin que nadie la corrigiera.
En primavera, la cuchara volvió a caer. Pero esta vez, por el ruido de la alegría. La niña golpeó el tarro de mermelada con el codo, y al intentar cazarlo, fallé. La cuchara repicó contra los azulejos, rebotó, rodó. Y las tres reímos—de verdad, a carcajadas. Hasta el perro viejo del patio de al lado asomó el hocico por la ventana, como queriendo ser parte de ese instante.
Y a la mañana siguiente me di cuenta: ya no cuento nada. Ni silencios. Ni días. Ni pausas.
A veces el cambio no llega con estruendo. Llega con el ruido de una cuchara al suelo. Lo importante es oírlo. Y no tener miedo.