—Ahora tenemos dos hijos nuevos. Los encontré en el bosque, bajo un viejo roble. Los criaremos como nuestros —la voz de Sergio sonaba extrañamente apagada, como si atravesara una capa de agua espesa.
Ana se quedó paralizada frente a la cocina. El vapor salía a borbotones de la olla, empañando la ventana. Entre el cristal empañado, distinguió la figura de su marido cargando dos bultos en brazos.
—¿Qué has dicho? —dejó la taza sobre la mesa con lentitud—. ¿Qué hijos?
La puerta se abrió de golpe. Sergio entró en la cocina, despeinado, la chaqueta llena de agujas de pino. Entre sus brazos, dos niños envueltos en una manta de lana raída. Uno agarraba con fuerza un conejo de peluche desgastado; el otro dormía.
—Estaban sentados bajo el roble, como si esperaran a alguien —susurró Sergio, desplomándose en una silla—. No había nadie más. Solo huellas de adultos que se perdían hacia el pantano.
Ana se acercó. Uno de los niños abrió los ojos: oscuros, claros. La frente ardía, pero la mirada era lúcida.
—¿Qué has hecho, Sergio? —musitó ella.
En el dormitorio se oyó un roce. Verónica, su hija de seis años, apareció en el pasillo frotándose los ojos. —Mamá, ¿quiénes son?
—Son… —Ana titubeó.
—Son Lucas y David —respondió Sergio con firmeza—. Ahora vivirán con nosotros.
Verónica se acercó, estirando el cuello con cuidado. —¿Puedo abrazarlos?
Ana asintió. Las palabras se le atragantaron.
Los días pasaron entre tareas interminables. Los niños resultaron ser más pequeños que Verónica —tres o cuatro años—. Temían los ruidos fuertes, no comían carne, David se escondía tras la cocina y Lucas lloraba dormido.
—Debéis avisar a los servicios sociales —dijo la enfermera Nina, que había ido a revisarlos—. Quizá alguien los busque.
—Nadie los busca —replicó Sergio con dureza—. Las huellas llevaban al pantano. Eso es todo lo que importa.
—La gente habla, Sergio. ¿Para qué quieres bocas más que alimentar? Ya tenéis… —Miró a Ana.
—Termina esa frase —la voz de Ana cortó como un cuchillo—. ¿Qué es lo que ya tenemos?
—No vivís en la costa —murmuró Nina, apartando la mirada.
Por las noches, Ana se quedaba junto a la ventana. En la oscuridad, las copas de los pinos se mecían. En la habitación dormían los tres: Verónica abrazaba a los niños como si los protegiera.
—¿No duermes? —Sergio rodeó a su mujer por la espalda.
—Estoy recordando.
Él supo a qué se refería. Cuatro años atrás, al mudarse a esta casa al borde del bosque, habían perdido un hijo. Rápido, casi sin darse cuenta. Después, no hubo más.
—Si tú pudiste levantarlos —Ana se volvió hacia él—, yo no puedo dejarlos ir.
No respondió. Miró hacia el bosque, donde bajo el roble había comenzado su nueva vida.
A la semana, los niños dejaron de esconderse. Lucas enseñó a Verónica a hacer pastelitos de arena. David acariciaba al perro del vecino.
—Parecen vuestros —comentó la vecina—. Sobreste, el del hoyuelo en la barbilla. Es tu copia.
Sergio calló. Pero esa noche se sentó con los niños y les contó un cuento. Su voz era suave como un arroyo en el bosque.
La casa se volvió más ruidosa, más agitada, pero también más viva.
Pasaron seis años. El otoño tiñó de nuevo el bosque. La hiedra trepaba por las paredes; junto a la caseta crecía un espino amarillo.
—Otra vez se burlan —Tiró la mochila Lucas—. Dicen que no somos de verdad.
—¿Le diste un puñetazo? —preguntó Verónica.
—David lo hizo. Luego se quedó bajo el árbol hasta el anochecer.
Sergio entró, sacudiéndose la lluvia de la chaqueta. —¿Otra pelea?
—Le partí la nariz a Santi —asintió Lucas—. Dijo que no tenemos apellido.
Sergio no respondió. Cada mañana llevaba a los niños al colegio cruzando el bosque. En invierno sacaban el coche de la nieve; en primavera, del barro.
—El colegio os endurece —dijo en voz baja.
—No es endurecer, es sufrir —apareció Ana—. Duele verlo.
David entró el último, con moretones en los brazos.
—No lo volveré a hacer —susurró.
—Sí lo harás —Sergio le puso una mano en la cabeza—. Si te molestan, defiéndete.
Esa noche fueron al bosque. Bajo la llovizna, por senderos conocidos.
—¿Ves los anillos del árbol? —señaló Sergio—. Cada año, uno. La corteza lo protege. Sin ella, moriría.
—¿Yo soy la corteza? —preguntó David.
—Todos lo somos. Y las raíces. Nos sostenemos.
En casa, Ana peinaba a Verónica.
—Mamá, ¿los quisiste desde el principio?
—No. Primero fue miedo. Luego preocupación. Después entendí: siempre fueron nuestros. Solo nacieron lejos.
—Yo también temí que dejara—Y luego supe que jamás podría vivir sin ellos —respondió Ana, dejando el cepillo mientras un suspiro calmo cerraba la noche.