Descubrimiento personal: cómo aprendí a vivir para mí misma en la jubilación

El día que cerré la puerta de la oficina por última vez, después de casi treinta años trabajando, sentí una mezcla de emociones. Por un lado, alegría, alivio, libertad. Por otro, un vacío que me asustaba. Era como si toda la estructura de mi vida, a la que estaba tan acostumbrada, se hubiera derrumbado de repente. Despertarme sin alarma, sin prisas, sin revisar correos electrónicos ni atravesar atascos matutinos… parecía un sueño. Pero, al cabo de unas semanas, el silencio empezó a pesarme. Me sorprendía pensando: «¿Y ahora qué? ¿Quién soy yo si no soy empleada, ni compañera, ni jefa de nadie?».

Los primeros días los llené hasta el límite con tareas domésticas: limpiar, cocinar, reorganizar, lavar. Pero pronto entendí que no era para eso que había esperado tanto la jubilación. El ajetreo constante no llenaba el vacío, lo subrayaba. Empecé a sentirme olvidada, innecesaria, como un objeto viejo apartado en un rincón.

Hasta que una mañana, sirviéndome un té, me senté en el sillón y miré por la ventana. Por primera vez en mucho tiempo, sin prisa. Las ramas de los árboles mecidas por el viento, el sol filtrándose entre las nubes, el canto de los pájaros… De pronto, caí en la cuenta: por primera vez en años, podía simplemente *ser*. No para otros. No por un sueldo, un informe o una tarea. Solo ser *yo misma*.

Tomé un libro olvidado, aquel que llevaba año y medio en la mesilla de noche. Leí despacio, saboreando cada palabra, entre sorbos de té caliente, como si volviera a encontrarme con la mujer que una vez soñó con escribir, leer y aprender. Saqué viejas novelas, releí a mis autores favoritos, devorando cada página con avidez. Era más que un simple descanso: era un reencuentro conmigo misma.

Poco a poco, empecé a dar paseos cortos. Al principio, con esfuerzo—las piernas me dolían, el corazón se aceleraba—, pero seguí adelante. Cada día, respirar resultaba más fácil y el ánimo mejoraba. Un banco en el parque se convirtió en mi refugio, y el camino junto al lago, en un sendero hacia la paz interior.

Con el tiempo, entendí que la felicidad no son los grandes acontecimientos, sino las pequeñas alegrías: una manta calentita por la tarde, el olor de un pastel recién horneado, una charla con una amiga, tejer mientras suena mi música favorita. Aprendí a hacerlo no por obligación, sino por placer. Sin culpa. Sin la necesidad de demostrarle a nadie que merezco este descanso.

Mis hijos a veces me miran con reproche: «Mamá, ¿pasas todo el día en casa?». Sí, en casa. Y, por primera vez en años, disfrutándolo. Toda mi vida he sido “de alguien”: hija, esposa, madre, compañera… Ahora soy simplemente *yo*. Y, créanme, es una sensación maravillosa.

Empecé un cuaderno donde anoto pensamientos, sueños, recetas que quiero probar. A veces escribo recuerdos—quizá algún día los lean mis nietos. O tal vez los relea yo misma en días de inquietud.

Ya no temo a la vejez. Aprendí a encontrar belleza en cada día. Y si alguien lee esto, que sepa: la jubilación no es el final. Es un nuevo capítulo. Y cómo se escriba… depende solo de ti. Permítete ser feliz. Permítete *vivir*. Para ti.

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