**El hallazgo bajo la bañera**
Una semana en cama con fiebre y tos quedó atrás. Lucía se desperezó entre las sábanas y sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía realmente bien. La mañana comenzó con rayos de sol filtrándose por las persianas. Lucía rebosaba energía y determinación.
—¡Venga, a por café y a poner orden! —se animó, saltando de la cama.
En la cocina la esperaba su marido, Javier, que ya sorbía su café mientras consultaba noticias en su viejo portátil.
—Buenos días —masculló él sin levantar la vista.
—¡Buenos días! —contestó ella, radiante—. Hoy me siento de maravilla. Voy a limpiar a fondo. ¡Fregaré el baño con ese producto nuevo que compré antes de enfermar!
Javier asintió, sin compartir su entusiasmo.
—¿Hoy justo? Es mi día libre… Seguro que acabarás arrastrándome a mí también.
—Tranquilo, cariño, ¡mi energía basta para los dos! —aseguró Lucía, terminando su tostada con aceite.
Tarareaba mientras se ponía guantes de goma. ¡Qué alivio que los hijos ya fueran mayores! Su hija se casó el año pasado, y su hijo, desde septiembre, vivía en una residencia universitaria en Valencia. *Habría que llamarles*, pensó. Agarró la pasta limpiadora —prometía brillo instantáneo— y notó un suave aroma a romero.
Primero limpió el lavabo, luego el váter y, al llegar a la bañera, el aroma se intensificó.
—¡Increíble! —exclamó, admirando el brillo—. ¡Parece nueva!
Pero no se detuvo. Arrodillándose, revisó bajo la bañera.
—¡Cuánto polvo! —exclamó, agarrando un trapo.
Algo brilló entre la suciedad. Lucía estiró el brazo y extrajo un tarro de cristal. Dentro, había billetes de euro cuidadosamente doblados.
—¿Qué es esto? —murmuró, desenroscando la tapa.
Salió del baño con el tarro. Javier seguía ante el portátil, pero al ver su expresión, se tensó.
—Javi, ¿esto es tuyo? —preguntó ella, mostrándolo.
Él palideció levemente, pero encogió los hombros:
—No sé… ¿Tu escondite? —dijo, tragando saliva.
Lucía rio, sacando el dinero.
—¿Yo? Jamás guardaría dinero aquí. Esto es cosa tuya.
Javier alzó las manos, fingiendo inocencia.
—¡Lo juro! ¿No será de los anteriores dueños?
Ella entrecerró los ojos.
—Llevamos cinco años aquí. Imposible.
Él seguía sus movimientos con mirada ansiosa. Ella, decidida, contó los billetes.
—Si nadie lo reclama, es mío —declaró.
Javier intentó intervenir, forzando dulzura:
—¿Podríamos comprar algo útil? Un portátil nuevo, quizá…
—¿Portátil? —bufó Lucía—. Tengo una idea mejor.
Al día siguiente, Lucía llegó con una caja de joyería: pendientes, anillo y colgante de plata. Se los mostró orgullosa.
—¿Qué tal? —preguntó, luciendo el anillo—. ¿Verdad que me favorecen?
Su mirada desafió a Javier: *Ni se te ocurra criticar*.
—Precioso —mintió él, ocultando decepción—. Eres única.
Lucía presumió de joyas toda la tarde, contando su suerte a amigas, su madre y hasta la suegra. Antes de dormir, las colocó en la mesilla. Javier, insomne, esperó a que roncara para escabullirse al balcón. Entre cajas de herramientas, halló un paquete de Fortuna y chicle de menta.
Fumó, a pesar de haber dejado el tabaco años atrás —Lucía se lo prohibió tras sus bronquitis—. Llamó a su amigo Raúl.
—Colega, no podré unirme al proyecto —susurró—. Lucía encontró mis ahorros. Seis meses guardando…
—Mala suerte —respondió Raúl—. Ya recuperarás.
Javier miró hacia el dormitorio. Lucía dormía plácida, las joyas reluciendo bajo la lámpara.
—Al menos ella está feliz —musitó—. Dice que hasta adelgazará para lucirlas mejor.
A la mañana siguiente, Lucía seguía eufórica.
—¿Me favorecen, ¿verdad? —preguntó, ajustándose los pendientes.
—Eres preciosa —sonrió Javier, admirando su brillo.
*Bueno*, pensó, *las mujeres necesitan caprichos*. Pero mentalmente, ya buscaba un nuevo escondite. *Nunca más bajo la bañera…*