Descubrimiento bajo el roble: cómo dos niños se convirtieron en nuestros hijos

—Ahora tenemos dos hijos nuevos. Los encontré en el bosque, bajo un viejo roble. Los criaremos como si fueran nuestros —la voz de Sergio sonaba extrañamente apagada, como si se abriera paso a través del agua espesa.

Ana se quedó inmóvil frente a la cocina. El vapor de la olla subía, empañando la ventana. Tras el cristal borroso, vio la figura de su marido con dos bultos en los brazos.

—¿Qué has dicho? —dejó la taza sobre la mesa lentamente—. ¿Qué hijos?

La puerta se abrió de golpe. Sergio entró en la cocina, despeinado, la chaqueta llena de agujas de pino. En sus brazos llevaba a dos niños envueltos en una manta de lana vieja. Uno apretaba un conejo de peluche gastado, el otro dormía.

—Estaban sentados bajo el roble, como si esperaran a alguien —susurró Sergio, dejándose caer en una silla—. No había nadie más alrededor. Solo huellas de adultos que se adentraban en el pantano.

Ana se acercó. Uno de los niños abrió los ojos: oscuros, claros. La frente caliente, pero la mirada serena.

—¿Qué has hecho, Sergio? —murmuró ella.

En el dormitorio se oyó un susurro. Verónica, su hija de seis años, asomó por el pasillo frotándose los ojos. —Mamá, ¿quiénes son?

—Son… —Ana se trabó.

—Son Mateo y Adrián —respondió Sergio con firmeza—. Ahora vivirán con nosotros.

Verónica se acercó, estirando el cuello con cuidado. —¿Puedo abrazarlos?

Ana asintió. Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.

Los días pasaron en una sucesión interminable de cuidados. Los niños resultaron ser más pequeños que Verónica, de unos tres o cuatro años. Temían los ruidos fuertes, no comían carne, Adrián se escondía detrás de la estufa y Mateo lloraba mientras dormía.

—Deberíais avisar a los servicios sociales —dijo la enfermera Nina, que había ido a revisar a los niños—. Quizá alguien los busca.

—Nadie los busca —cortó Sergio—. Las huellas iban hacia el pantano. Eso es todo lo que necesitáis saber.

—La gente murmura, Sergio. ¿Para qué queréis más bocas que alimentar? Ya tenéis… —miró a Ana.

—Termina —la voz de Ana fue cortante—. ¿Qué es lo que ya tenemos?

—No vivís junto al mar —murmuró Nina, apartando la mirada.

Por las noches, Ana se quedaba junto a la ventana. En la oscuridad, las copas de los pinos se mecían. En la habitación de los niños dormían los tres: Verónica abrazaba a los pequeños, como si los protegiera.

—¿No duermes? —Sergio rodeó a su mujer por detrás.

—Estoy recordando.

Él supo a qué se refería. Cuatro años atrás, al mudarse a esta casa al borde del bosque, habían perdido un hijo. Rápido, casi sin darse cuenta. Desde entonces, no habían tenido más.

—Si pudiste levantarlos —Ana se giró hacia él—, entonces yo no puedo dejarlos ir.

No respondió. Miró hacia el bosque, donde bajo el roble había empezado su nueva historia.

Una semana después, los niños dejaron de esconderse. Mateo le enseñó a Verónica a hacer pastelitos de arena. Adrián acariciaba al perro del vecino.

—Parecen vuestros —comentó la vecina con una risita—. Sobre todo este, con el hoyuelo en la barbilla. Idéntico a ti.

Sergio no dijo nada. Pero esa noche se sentó con los niños y empezó a contarles un cuento. Su voz era suave, como el murmullo de un arroyo en el bosque.

La casa se volvió más ruidosa, con más quehaceres, pero también más viva.

Pasaron seis años. El otoño tiñó de nuevo el bosque. La hiedra trepaba por las paredes de la casa, y junto al cobertizo crecía un escaramujo.

—Otra vez se burlan —Tiró la mochila Mateo—. Dicen que no somos de verdad.

—¿Les diste un puñetazo? —preguntó Verónica.

—Adrián lo hizo. Luego se quedó bajo el árbol hasta el anochecer.

Sergio entró, sacudiendo la lluvia de su chaqueta. —¿Otra pelea?

—Le gané a Santi del Valle —asintió Mateo—. Dijo que no tenemos apellido.

Sergio guardó silencio. Cada mañana llevaba a los niños al colegio a través del bosque. En invierno sacaban el coche de la nieve, en primavera se hundían en el barro.

—El colegio os endurece —dijo en voz baja.

—Eso no es endurecer, es sufrir —apareció Ana—. No soporto verlo.

Adrián entró el último, con moretones en los brazos.

—No lo volveré a hacer —susurró.

—Sí lo harás —Sergio le puso una mano en la cabeza—. Si te ofenden, defiéndete.

Esa noche fueron al bosque. Bajo la llovizna, por los senderos que conocían de memoria.

—¿Ves los anillos en el tronco? —señaló Sergio—. Cada año, uno. Y la corteza protege al árbol. Sin ella, moriría.

—¿Yo soy la corteza? —preguntó Adrián.

—Todos lo somos. También las raíces. Nos sostenemos unos a otros.

En casa, Ana peinaba el pelo a Verónica.

—Mamá, ¿los quisiste desde el principio?

—No. Primero fue miedo. Luego, angustia. Y después entendí: siempre fueron nuestros. Solo que no nacieron de nosotros.

—Yo también temí que dejara—Yo también temí que dejarais de quererme —susurró la niña—, pero ahora no imagino la vida sin ellos.

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