Descubriendo la Infinita Felicidad

Entendió que su felicidad era infinita

Lucía decidió escaparse un fin de semana a su pueblo natal para visitar a su madre, ya mayor, y a su hermana. Vivía en la capital de la provincia, trabajaba como cardióloga en el hospital y no siempre podía volver a sus raíces.

A sus cuarenta y cinco años, Lucía era una mujer atractiva. Había estado casada tiempo atrás y tuvo una hija, que ya terminó la universidad y se mudó con su marido, un excompañero de estudios, a su tierra. Con su esposo duraron siete años, pero al final decidieron separarse porque eran demasiado diferentes.

—Qué suerte, tres días libres —pensaba Lucía—. Pasaré por el supermercado a comprar algo para mamá y para Carmen.

Lucía era de pueblo, pero desde niña soñó con ser médica y marcharse. La verdad, la vida en el campo era un poco aburrida, aunque el pueblo se llamase «Alegría». Pero allí no había mucha alegría: el lugar estaba en decadencia. Los vecinos se habían ido buscando trabajo, la juventud emigraba a la ciudad, y no quedaba nadie.

En otoño e invierno, el pueblo se volvía aún más triste. Solo con la primavera, cuando empezaban los trabajos en el campo, todo parecía más luminoso. El verde y el sol hacían que «Alegría» se sintiera un poco más alegre.

Era mediados de junio, y Lucía viajaba en autobús desde la ciudad, admirando por la ventana los paisajes verdes y llenos de color. Iba contenta; llevaba casi dos meses sin ver a su familia, entre tanto trabajo.

—Mamá no está bien, menos mal que Carmen vive con ella. Es una suerte, porque si no, tendría que venir más seguido, y no es un viaje corto —tres horas en bus—, pensaba Lucía, mirando por la ventana.

Su hermana pequeña, Carmen, nunca se fue del pueblo. Se casó con un chico local y se quedó allí. Su padre murió joven, así que Carmen y su marido vivían con su madre. Javier, el marido, era un hombre habilidoso: había reformado la casa, hecho una ampliación para su familia y hasta puso una entrada independiente para no molestar a su suegra. Carmen tuvo gemelos, que ya estaban estudiando en la ciudad.

—A diferencia de mí, a Carmen siempre le gustó vivir aquí. Yo solo quería escapar de esta «alegría» —le contaba alguna vez a su amiga Sofía, a quien incluso llevó al pueblo. Sofía se maravilló del aire fresco y la belleza del campo.

—Claro, Sofía, siendo de ciudad, todo te parece precioso. Pero si vivieras aquí en otoño, con la lluvia y el barro, o en primavera con el lodo… no sé si seguirías admirándolo —se reía Lucía.

Esta vez, el viaje se le pasó volando, pues se quedó dormida. Despertó cuando ya habían pasado el pueblo grande. Pronto apareció a lo lejos «Alegría», señalizado con letras grandes. El conductor tomó un camino de tierra, y el autobús comenzó a sacudirse.

Al bajarse, Lucía miró alrededor.

—Aquí no cambia nada —sonrió y se dirigió a su casa.

El sol calentaba suavemente, el aire olía fresco, los pájaros cantaban. Lucía estaba de buen humor; al fin y al cabo, era su tierra.

—Hola, Luci —oyó una voz anciana. Era doña Remedios, la vecina de su madre—. ¿Vienes a ver a tu madre?

—Hola, Remedios. Sí, tenía ganas de verla.

—Buena cosa. Tu madre hablaba de ti hace poco, te espera… Bueno, ve, que yo voy a la tienda, me llegó la pensión.

—Vale, Remedios, ¿y cómo está su salud?

—Pues para la edad que tengo, hija —contestó la anciana, y siguió su camino.

Lucía entró por la cancela de su casa. El patio estaba vacío. Al abrir la puerta, como siempre, la recibió el gato Benito, que se le enroscó entre las piernas.

—Hola, mi niño —lo acarició, y el gato ronroneó contento.

—¡Uy, “mi niño”! —así dijo Carmen, asomando desde la cocina—. Parece un barril, no cabe en el plato. Hola, hermanita —se abrazaron—. ¿Vas a comer algo?

—Pues claro, con el viaje y todo…

—¿Aquí dentro o en el patio?

—¡Fuera! Con este sol y este aire… ¿Dónde más voy a comer así?

—Bien dicho. Yo también prefiero fuera. Ahora pongo la mesa. ¿Y mamá?

—En el huerto, ahí viene… Mira, ya te trae fresas. Tiene que mimar a su hija —rió Carmen.

—Hola, mamá —Lucía se acercó, tomó el cuenco de fresas—. Cuánto te he echado de menos —abrazó a su madre.

—Hola, Lucita —su madre sonreía feliz, con sus dos hijas a su lado—. Comeremos en la glorieta… adelante.

Durante la comida, Lucía se enteró de todas las novedades del pueblo, alegres y tristes. La mayoría de los vecinos eran mayores, y poco a poco se iban yendo los que ella conocía de niña.

—¿Y Javier?

—Está de turno en la obra. Así gana dinero ahora. No hay trabajo aquí. Se fue hace dos semanas: un mes fuera, un mes en casa. Trae buen sueldo, ¿ves el coche nuevo? —señaló.

—Qué bien. Se preocupa por su familia. A ti te tocó un buen marido, no como a mí —sonrió Lucía.

—Es que buscaste en el lugar equivocado. Tenías que casarte con uno de aquí, como yo. A ti te convenía uno de ciudad —se reía Carmen, y su madre asentía.

Mientras hablaban, llegó la cartera, Lola, con un aviso para Carmen.

—Carmen, otra vez has pedido algo. Pasa por correos a recogerlo, aquí está el aviso.

—Gracias, Lola. Siéntate, te echo un café…

—No, hoy ando ocupada —declinó.

—Lola, ¿puedo ir yo por ella? Con su DNI —preguntó Lucía.

—Bueno… vale. Llamaré a Teresa para que sepa que vas tú. En correos te conocen —sonrió.

—Lucía, ¿por qué quieres ir tú? —preguntó Carmen, sorprendida.

—Dijiste que no tenías tiempo, y a mí me apetece pasear. Dame tu DNI, que estoy oxidada de estar sentada. Correos está al otro lado.

—Oye, ¿por qué no vas en bici? Así te acuerdas de cuando eras joven —propuso Carmen—. Ahí está mi “caballo”.

—Buena idea —dijo Lucía—. Ahora me cambio.

Después, se sentaron junto al río.

Lucía pedaleaba por el pueblo. El aire cálido le rozaba la piel. Llegó al viejo edificio de correos, dejó la bici junto a la verja y entró.

—Hola —saludó.

—¡Lucía! —contestó Teresa, una excompañera del colegio—. La doctora de ciudad. Acércate, Lola me avisó.

Charlaron un rato, sin clientes, recordando viejos tiempos.

—¿Te quedas mucho? —preguntó Teresa.

—No, solo el fin de semana. Las vacaciones son en agosto.

Se despidió, montó en la bici y emprendió el regreso. En una curva, escuchó un grito:

—¡Cuidado!

Se giró y frenó en seco. Delante de ella había un hombre, también en bici, casi chocan por un bache.

—Perdona, me distraje mirando el jardín de tía Gloria.

—No pasa nada —sonrió el hombre, alto y atractivo, con una camiseta clara.

Lucía se ruborizLucía sintió que, después de tanto tiempo, había encontrado en ese hombre de sonrisa sincera y ojos cálidos la alegría que su pueblo siempre prometió.

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