Descubrí un refugio acogedor.

—¡Espera un momento! ¿Que él se gastaba mi dinero y ahora encima yo le debo algo? ¿De qué va esto?
—Es tu padre —soltó su madre de golpe.

Paula levantó las cejas tanto que su frente parecía un acordeón. Su madre la miraba fijamente, con los brazos cruzados. La cocina estaba asfixiante, sin aire. Como su relación.

—Mi padre me dejó la mitad del piso. Ese hombre no es nada para mí —respondió Paula con calma.
—Pero tienes que entender —replicó Gema—. Lleva diez años viviendo aquí. También ha aportado su granito de arena. Ayudaba como podía.

Paula casi se echó a reír, conteniendo una risa burlona.

—¿Ayudar? ¿Cuándo ayudó, mamá? ¿Cuando se ponía delante de los fogones a darme lecciones sobre cómo freír patatas para él, si no es ni capaz de hacerse un huevo?
—Bueno, quizá no en lo económico —masculló su madre—. Pero es parte de la familia. Tú misma le llamabas papá.

Paula clavó la mirada en los imanes de la nevera. Eran viejos, de ciudades que visitaron en viajes familiares con su padre. En algún punto, dejaron de añadir más. Cuando Santiago se instaló en casa, los viajes desaparecieron.

—Una vez lo llamé así, para no disgustarte —confesó Paula en voz baja—. Con catorce años. Y luego él lo usó como bandera.

Un recuerdo no invitado vino a su mente: Paula llegando a casa, quemándose de vergüenza y rabia. Todos sus amigos iban al cine, pero a ella no la dejaron. Santiago dijo que “una chica debe estar en casa, no callejeando”.

—¡¿Por qué?! ¡Si van todos! ¡Yo también voy!
—Mira, Paula. En mi época, los niños no discutían con sus padres. Por esas tonterías nos zurraban.

No alzó la voz, pero lo dijo de un modo que le dejó un nudo en la garganta hasta la noche. Paula no lloró entonces. Pero estaba tumbada en la cama, hundiendo la cara en la almohada, escuchándolo refunfuñar en la habitación de al lado.

—La has malcriado. Una princesita. Solo chupa dinero y no aporta nada. En mis tiempos… —le decía a su madre.

Paula apretó los puños. Eso fue solo el principio. Luego vinieron más reproches: que su hijastra iba “hecha un desastre”, que “comía demasiado”, que “hablaba sin venir a cuento”. A veces la trataba como si fuera la sirvienta en la casa donde él mandaba.

Pero Paula ya lo tenía claro: él descargaba su frustración en ella. En el trabajo nadie le hacía caso, y tampoco iba con ganas, trabajando a ratos. Pero en casa podía alzar la voz, golpear la mesa, fingir que decidía algo.

—Mamá —Paula salió del recuerdo y volvió al presente—. Mira. La mitad del piso es mía. Por ley. ¿Lo recuerdas? Santiago no está en los papeles.
—Paula, no lo entiendes. Si vendemos y repartimos solo entre nosotras, Santiago… lo tomará como una traición. Casi te considera su hija.
—Ajá. Bueno, pensemos. ¡Ah! Ya sé. ¿Y si vendo mi parte a alguien y él tiene que compartir cocina con su “casi papá”? ¿Eso también será traición?

Gema calló, exhaló y cerró los ojos. Sus labios temblaban. Tenía miedo de quedarse sola.

—Lleva tantos años aquí —susurró—. Ha puesto su alma. ¿De verdad no lo sientes?
—Siento que si no defiendo lo mío ahora, nadie lo hará. Y también siento que, así, acabaré como tú. Colgándome a un hombre del cuello y quejándome luego.

Se fue. No soportaba seguir en esa casa ajena, junto a su madre.
Afuera empezaba la primavera. Un autobús zumbaba en la parada. Niños comían helados. Detrás, alguien taconeaba. La vida seguía como si en aquel piso no hubiera pasado un terremoto personal.

Tras esa conversación, Paula no llamó a su madre en casi una semana. ¿Para qué hablar con alguien que solo repetía ecos ajenos?

Se centró en lo suyo. Contactó con un agente inmobiliario y le explicó: el piso era a medias, quería vender su parte para comprar un estudio. O, al menos, una habitación, para dejar de pagar alquiler y no vivir al lado de Gema y Santiago.

El comprador apareció rápido. Un hombre recién divorciado que buscaba algo temporal. Fue educado, discreto. Hasta evitó que Gema montara un drama, lo cual era un logro, dada su afición.

Claro, luego su madre se desahogó con ella. En cuanto el comprador salió, Paula recibió una avalancha de audios:

—Paula… No vendes solo un piso. Vendes una familia.

Paula los escuchó sin responder, pero los mensajes seguían llegando. Hasta que empezó a sentirse traidora. ¿Hacía lo correcto? Vivir con vecinos no era ideal. Pero ¿dónde más ir? ¿Alquilar eternamente teniendo propiedad?

Llamó a su padre. Se hablaban poco. Él vivía en otra ciudad, con nueva familia, pero cuando las cosas se ponían feas, ella llamaba. No se quejaba, solo quería oír a alguien sensato, salir un momento del culto a los pantalones.

—Hola, papá. ¿Recuerdas el piso que pusiste a mi nombre?
—Claro. ¿Qué pasa?
—Mamá quiere que su nuevo marido reciba parte del dinero. Porque “lleva diez años viviendo ahí”.

Silencio al otro lado. Luego, un suspiro cansado.

—Mira, no regateé con tu madre por capricho. No pagué pensiones, pero pensé que te daba un comienzo. Para ti, no para ella. La idea era que el piso fuera tuyo algún día. Para que no tuvieras que alquilar ni depender de nadie. Lo que pase ahí ahora… es cosa suya.

A Paula le sorprendió. Ella creía que siempre tendría solo la mitad. “Bueno, qué más da. Ahora toca solucionar el lío”, pensó.

—¿Crees que tengo razón? —preguntó con cuidado.
—Creo que eres mayor. Si lo haces, que sea con cabeza, no por rabia.

Tras la llamada, se sintió mejor. Pero entonces vino otro recuerdo.

EstudPaula miró de nuevo el escaparate de la inmobiliaria, respiró hondo y sonrió mientras seguía caminando—por fin libre, dueña de su vida y de sus decisiones.

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Descubrí un refugio acogedor.