**Diario de un Hombre Arrepentido**
—¡Basta! ¡Se acabó mi paciencia! —gritó Javier en cuanto entró con Lucía al piso—. ¿Cuándo vas a aprender a morderte la lengua?
—¿Y qué he dicho yo de malo? —se defendió ella, indignada.
—¿En serio lo preguntas? —replicó él con una sonrisa torcida—. ¡Cariño, has pasado todos los límites! ¡Te voy a educar!
—Javier, ¿de qué va esto? —preguntó Lucía, retrocediendo.
—¡De que tu comportamiento ni siquiera es aceptable! Pequeña y presumida, pero ¡qué orgullo tienes!
—¡No todos podemos ser un espantapájaros como tú! —contestó ella—. ¡Una mujer debe ser delicada y refinada!
—¡Y callada, sumisa y obediente! ¡Cualidades que te faltan! —Javier se quitó el cinturón—. Te enseñaré como nuestros antepasados mandaban.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Lucía, alejándose—. ¿Me vas a pegar?
—¡A educarte! —gruñó él—. ¡Y a castigarte por esa lengua viperina! ¡Casi llevas a mi madre al infarto hoy!
—¡Pues que no diga tonterías! —replicó Lucía—. ¿Desde cuándo tengo que quitarme mis zapatos (que, por cierto, traje en una bolsa para no ensuciar) y ponerme sus zapatillas apestosas? ¡Con mi altura, no voy a ir por ahí como una enana!
—¡Son zapatillas normales! —avanzó Javier—. ¡Para las visitas!
—¿Y desde cuándo las visitas tienen que lavar los platos y la cocina? —preguntó ella, ladeando la cabeza—. ¡Y menos que me den órdenes!
—¡Por eso mismo vas a recibir ahora! Eres mi mujer, pero actúas como una diva malcriada. ¡Te voy a poner en tu sitio, para que respetes a tu marido y a su familia!
—¡Que se comporten como gente normal! —Lucía esquivó hacia la habitación—. Si ellos faltan, ¿yo tengo que callar? ¡Tú deberías defender a tu mujer! Mira lo pequeña y frágil que soy. ¡Y me maltratan! —Hizo un mohín, pero no le quitaba ojo.
—Si actuaras acorde a tu tamaño y posición, nadie te faltaría. ¡Pero tienes que dar siempre tu opinión! ¡Pues te la voy a quitar a golpes!
—¡Por favor, no! —suplicó ella—. ¡Me vas a hacer daño!
—¡Y tanto! —dijo él, satisfecho—. Te voy a enseñar tu lugar de una vez. Pequeña, pero te crees la reina del mambo.
—¡No! —chilló, encogiéndose contra la pared—. ¡Por favor!
Javier se acercó, levantando el cinturón.
—Sí. A las bocazas como tú hay que domarlas. ¡Por las buenas no entendéis!
**El primer encuentro con los suegros**
El primer encuentro de Javier con los padres de Lucía quedó grabado a fuego en su memoria.
Antonio José, que insistía en que le llamaran “papá Toño”, le estrechó la mano con fuerza y luego lo abrazó.
—¡Hijo! ¡Haré lo que sea por ti! Soñé toda la vida con un varón, pero Carmen solo me dio una niña y ahí se quedó. Quería ir de pesca, al fútbol, de caza… ¡Eso es un hijo! ¡No todas estas tonterías femeninas! Pero contigo, yerno, ¡vamos a disfrutar!
—Me alegro, papá Toño —contestó Javier, incómodo—. No sé mucho de pesca.
—¡Tranquilo! ¡Nadie nace sabiendo! —rió el suegro—. ¡Lo importante es que ya tengo un hijo! ¡Te enseñaré todo!
—Si hay tiempo…
—¡No entiendes lo feliz que me haces! —los ojos de Antonio se humedecieron—. Con ellas no se puede hablar —señaló a su hija y esposa—. Pero tú y yo hablaremos de coches, del espacio, ¡de lo que sea!
Carmen María apartó a su marido y los invitó a la mesa.
—Es su tema sensible —susurró, disculpándose—. Tiene cinco hermanas y trabaja con mujeres. Casi me deja en el hospital cuando supo que no era un niño. ¡Por fin tendrá con quién desahogarse!
—Haré lo que pueda —dijo Javier, modesto.
—Estoy segura —sonrió ella—. No sabes cuánto deseó un hijo. Hasta intentó criar a Lucía como un chico, hasta que yo intervine. ¡Una niña debe ser dulce y delicada! —Miró a su esposo—. ¡No lo que tú querías!
Antonio frunció el ceño, pero luego sonrió a Javier.
—¡Ya ves! —continuó Carmen—. Aún se enfada. A veces viene emocionado a contarnos algo, pero como no es “cosa de mujeres”, se va refunfuñando. Pero contigo, Javier —le tocó el brazo—, ¡ha revivido! Si te molesta, dime. Yo lo calmo.
—No, para nada. Seremos buenos amigos.
—¡Mejor!
Antonio no perdió tiempo. Se apropió de Javier y empezó a quejarse.
—No sabes lo aliviado que estoy de tener otro hombre en la familia. ¡Juntos podremos con ellas! ¡Antes era insoportable! Si me quejaba, me regañaban. “Esto no es un cuartel”, decían. ¡Y ni pensar en andar en ropa interior por casa!
—Son refinadas —asintió Javier.
—¡Demasiado! —Antonio se quejó—. Si van a dieta, el frigorífico es un erial: lechuga, zanahoria… ¡Como si vivieran de aire! Y me arrastraron al teatro. ¡Qué aburrimiento! Gente que sufre por amor. Me escapé al bar. Pero ellas, ¡siempre en museos y conciertos! Menos mal que tú llegaste.
—Es natural en una mujer —dijo Javier.
—Carmen la elegí así —suspiró Antonio—, pero esperaba un hijo. En cambio… —hizo un gesto de fastidio—. Pero al menos te trajo a ti.
—Viviremos separados después de la boda —recordó Javier.
—¡Perfecto! —aplaudió el suegro—. Encierra a tu refinada esposa en casa, que cocine, y yo haré lo mismo. ¡Y tú y yo disfrutaremos como hombres!
Javier entendió que Antonio nunca quiso a su hija. Carmen la crió, y ambas eran iguales: menudas, educadas y de carácter fuerte. Nunca callaban su opinión.
**Los problemas**
—Lucía —rogó Javier—, ¿por qué discutir? En el arte no hay verdades absolutas.
—¡Discutamos! —insistió ella—. ¡Que gane la razón!
—Aunque ganes, ¿qué importa? ¿Velázquez, Goya o Dalí?
—¡Reconócelo, me das la razón! —se burló, sacando la lengua.
Pero hubo peleas peores.
—¿No podías callarte? —reprochó Javier—. Guardamos las cajas y luego las tirábamos.
—Si al final ibas a deshacerte de ellas, ¿para qué traerlas?
—¡No fastidies a mi madre! Ella guardó mis cosas de niño.
—Que las conserve, ¡no las quiero! —Lucía se encogió de hombros—. Compraré cosas nuevas para mi hijo.
—¿Por qué se lo dijiste? ¡Tomó pastillas del disgusto!
—¡Y tú qué, no tienes voz? ¡Di que no las quieres!
—¡Basta! —cortó Javier—. Iré a disculparme por ti.
—Si te las vuelve a dar, tíralas.
—Espero que no vuelvas a provocarla. Y si te disculpas, me harías feliz.