Él descubrió que era adoptado al hacerse una prueba de ADN. Y la culpable quedé siendo yo…
¿Quién iba a imaginar que en una familia donde todo parecía tan tranquilo y corriente se escondía una verdad tan espantosa? Lo más cruel es que, cuando esos «esqueletos» salen del armario, los que menos tienen que ver acaban pagando el pato. Y así me pasó a mí.
Todo empezó una semana antes de Navidad, cuando mi marido y yo fuimos a cenar a casa de sus padres, una reunión familiar sin más. En un momento dado, a Simón, mi esposo, se le ocurrió regalarles el test de ADN. Como curiosidad, para saber más de sus raíces. Algo moderno, inofensivo.
Pero al mencionarlo, la cara de mi suegra palideció. Me arrinconó en la cocina, retorciendo el delantal, y me rogó que no lo hiciéramos. Le pregunté por qué esa reacción. Titubeó, pero al final soltó: «Es adoptado…».
Sentí como si me arrojaran un cubo de agua helada. Mi marido, de 23 años, no era hijo biológico de sus padres. Lo habían adoptado de un orfanato siendo un bebé. Tenía un hermano y una hermana, hijos naturales de mi suegra… pero él, al parecer, sobraba. Lo más increíble fue que ella aseguraba amarlo igual, quizá más. «Es mi hijo, aunque no sea de mi sangre. ¡Daría la vida por él!», dijo con lágrimas.
«¿Por qué no decirle la verdad? ¿Por qué callar tantos años?», pregunté. Ella suspiró: «Temíamos que se sintiera ajeno. ¿De qué servía?».
Y entonces soltó: «Ya que lo sabes… ¿Te animarías a decírselo tú?». Me quedé muda. ¿Ahora yo debía cargar con el peso de destruir su vida? Según ella, me quería tanto que lo aceptaría mejor de mi boca. Que yo sabría consolarlo. Me negué: «Es vuestra verdad. Debisteis contárselo cuando era niño. No me hagáis pagar a mí». Callamos. La conversación se cortó cuando entraron en la cocina mi suegro y el propio Simón.
Pasó un mes. Simón se hizo la prueba por su cuenta. Dos meses después, llegaron los resultados. La verdad emergió: su ADN no coincidía con el de sus hermanos. Quedó destrozado. Exigió explicaciones, pero solo recibió evasivas y medias verdades. Su mundo se derrumbó. Dejó de hablarles. Durante un año, silencio.
Hace poco, mi suegra llamó. Voz acusadora, dolida: «¡Es por tu culpa! ¡Tú debías decírselo! ¡Lo sabías!». Se me heló la sangre. ¿Por qué yo? Yo le insistí: «Díselo tú, con delicadeza. Tuviste veintitrés años». ¿Y ahora soy la mala?
Lo pasé mal. Esperaba que los perdonara. No quería que viviera con ese dolor. Pero yo no tengo culpa. No fui yo quien mintió. No fui yo quien calló durante casi un cuarto de siglo.
Ahora, Simón habla mucho de adoptar. Lo apoyo. Quiere ser el padre que él no tuvo: honesto, afectuoso, transparente. Dice que no ocultará la verdad a su hijo, porque nadie debería crecer entre mentiras.
Y creo que lo logrará. Será un gran padre. Porque sabe lo que es vivir en una familia que te ocultó lo más importante.