Descubrí la traición de mi esposo por su hermano.

María corría por las calles bulliciosas de Madrid hacia su segundo piso, con los dedos aferrados al volante hasta sentir dolor. Su corazón palpitaba de rabia: los vecinos se habían quejado otra vez del hermano de su marido, que había convertido su herencia en un antro. Pero lo que descubrió al entrar fue un golpe devastador. El hermano de su esposo le reveló la cruda verdad sobre su infidelidad, y su mundo se desmoronó. María se enfrentaba a una decisión que le destrozaba el alma: perdonar la traición o empezar de cero.

— Cariño, es mi hermano, no tiene dónde vivir — intentó convencerla su marido, Javier, cuando todo comenzó. — Se divorció de Lucía, ¿a dónde va a ir?

— No quiero que Rodrigo se instale en el piso de la abuela — objetó María con vacilación.

— No va a estropear nada — insistió Javier. — ¿O prefieres que vaya a casa de sus padres?

— ¿Y por qué no? — se aferró a la idea.

— Un hombre de cuarenta y cinco años no puede vivir con sus padres, ¡qué vergüenza! Y además tiene su vida — Javier la miró suplicante.

— Vale, que se quede, pero si los vecinos se quejan otra vez, lo echo — cedió María tras un largo silencio.

— ¡Todo irá bien! — exclamó Javier, frotándose las manos con satisfacción.

Javier tenía sus propios planes para el piso. Bajo la excusa de “ayudar a su hermano”, lo usaría para encontrarse con su amante, de la que su esposa de treinta y cuatro años no sospechaba nada.

— Ahora mismo lo llevo, ¡se va a alegrar! — dijo Javier, arrebató las llaves y salió corriendo.

— Va como si fuera él quien se muda — musitó María antes de ocuparse de sus cosas.

Javier regresó tres horas después. María, al ver las luces del coche, salió al patio.

— ¿Dónde te has metido? ¡Estaba a punto de salir a buscarte! — dijo medio en broma.

— Le enseñaba el piso a Rodrigo — respondió evasivo, ocultando la verdad.

— Oye, ¿va a pagar él la luz y el agua? — preguntó María de repente.

Javier vaciló, sus ojos se agitaron. No lo había hablado con su hermano.

— ¿Cómo vamos a cobrarle a mi propio hermano, especialmente ahora que lo está pasando mal? — dijo con reproche. — Total, nosotros seguimos pagando el piso, no va a gastar mucho.

María, convencida, aceptó que sería de mala educación cobrarle a un familiar. Pero en cuanto Rodrigo se instaló, el piso se convirtió en un caos. Día y noche sonaba música, llegaban grupos ruidosos, entraban mujeres desconocidas, se oían gritos y peleas. Los vecinos llamaban a la policía, pero apenas ponían multas, incapaces de calmar al inquilino.

Rodrigo se quejó a su hermano.

— Los vecinos son un problema — dijo. — Nos portamos bien y llaman a la policía. Haz algo, o si me echan, tú tampoco podrás venir — bromeó.

— Lo arreglaré, pero deja de hacer ruido — contestó Javier. — Si María se entera, ¡estamos perdidos!

— No volverá a pasar — prometió Rodrigo, pero esa misma noche los vecinos llamaron de nuevo.

Una vecina, harta, averiguó a quién pertenecía el piso y encontró a María en redes sociales. Le preguntó si sabía lo que ocurría y de las visitas de la policía. La respuesta de María dejó a todos boquiabiertos: no tenía ni idea.

Una hora después, María irrumpió en el piso, furiosa.

— ¡Hola! — sonrió Rodrigo al abrir la puerta.

— Rodrigo, ¡los vecinos se quejan de ti! — estalló ella. — ¡Exijo que te marches!

— ¿Que me marche? — se sorprendió. — Lo siento, pero tú no has estado a la altura.

— ¡Tú no has estado a la altura! — replicó María, tajante. — ¡Lárgate!

— ¿Ah, sí? Pues escucha algo de tu marido — soltó Rodrigo con sorna.

— ¿Qué dices? — se quedó paralizada, mirándolo fijamente.

— No soy el único que molesta aquí — añadió él. — Tu Javier también tiene lo suyo.

— ¿Qué quieres decir? — su voz tembló.

— Trae a su amante aquí — reveló Rodrigo. — ¡Lleva tres meses! Y tú, cuñada, ni te enteras.

La noticia la golpeó como un rayo. María sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

— ¡Fuera de aquí! — gritó, señalando la puerta.

— ¿Y qué harás con tu marido? — se burló Rodrigo.

— ¡No es asunto tuyo! — rugió. — ¡Vete!

Rodrigo, riéndose, empezó a recoger sus cosas y desapareció veinte minutos después. María se quedó sola en el piso destrozado. Al entrar, no reconoció el hogar de su abuela: nada quedaba de su calidez. Las paredes manchadas, las cosas tiradas, el olor a tabaco… todo gritaba su engaño. Abrió las ventanas de par en par, intentando expulsar el aroma de la traición.

En casa le esperaba un enfrentamiento con Javier. Al principio lo negó todo, pero acorralado, se derrumbó y suplicó perdón. María escuchó sus excusas, pero en su interior ya había tomado una decisión. La infidelidad de su marido, sus mentiras y su cinismo habían borrado años de matrimonio. Pidió el divorcio y la pensión alimenticia, decidida a no permitir que nadie pisotease su dignidad.

María se sentó en el piso vacío, contemplando la ciudad nocturna a través de la ventana. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no solo de dolor, también de determinación. Había perdido sus ilusiones, pero ganado fuerza. Ahora sabía que su vida comenzaba de nuevo, y no dejaría que el pasado la arrastrase hacia atrás.

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Descubrí la traición de mi esposo por su hermano.