Descubrí el segundo teléfono de mi pareja

Isabel limpiaba el polvo en el despacho de su esposo cuando el trapo rozó un montón de papeles al borde de la mesa. Las hojas cayeron al suelo y, refunfuñando, comenzó a recogerlas. Algo brilló bajo el sillón—un pequeño objeto negro. Se agachó y sacó un teléfono móvil en una funda desgastada.

—Qué raro—murmuró, examinándolo entre sus manos.

El flamante iPhone de Javier siempre estaba en el bolsillo de su chaqueta o en la mesilla de noche. Este, en cambio, era más barato, sencillo y… desconocido. Pulsó el botón—la pantalla se iluminó mostrando la hora y la fecha. Sin contraseña. El corazón de Isabel se encogió y un nudo se le formó en la garganta.

Se dejó caer en el sillón sin apartar la vista del aparato. Veintitrés años de matrimonio habían traído de todo: peleas, resentimientos, desconfianzas. Pero un segundo teléfono… Isabel nunca se consideró una mujer celosa. Confiaba en Javier, estaba orgullosa de su matrimonio. Y ahora le aterraba mirar dentro de esa caja negra que podía guardar secretos devastadores.

«Veintitrés años juntos, dos hijas… ¿Habrá sido todo en vano?», pensaba mientras sus dedos navegaban por el menú. No había fotos. Solo unos pocos contactos—números sin nombre, identificados solo con iniciales. Y los mensajes… Isabel se quedó helada al ver la conversación con el contacto «A.G.»:

«¿Hoy a las 19:00, como siempre?», escribió Javier hace tres días.
«Sí, te espero», fue la breve respuesta.

Dos días después:
«Gracias por lo de ayer. Todo fue perfecto, como siempre», decía el mensaje de su marido.
«Me alegro. ¿Mañana podrás?»
«Intentaré, pero no prometo nada. Isabel sospecha algo», respondió Javier.

A Isabel se le nubló la vista. ¿Que ella sospechaba? ¡Hasta ese momento ni se le había pasado por la cabeza! Una mezcla de rabia, dolor y decepción le quemaba el pecho. ¿Veintitrés años de confianza se iban al traste así?

Abajo, la puerta de entrada se cerró de golpe. Javier había vuelto antes del trabajo. Isabel, presa del pánico, escondió el teléfono en el bolsillo de su bata y, agarrándose al trapo, fingió seguir limpiando.

—Isabel, ¿dónde estás?—sonó su voz desde el recibidor.

—En el despacho, ordenando—respondió, forzando un tono normal.

Javier apareció en la puerta—alto, en forma, impecable en su traje. A sus cincuenta, parecía más joven que sus compañeros de generación y seguía atrayendo miradas femeninas. Antes, eso la enorgullecía; ahora, le heló la sangre.

—¿Qué tal el día?—preguntó, limpiando con ahínco un estante de libros.

—Normal—se aflojó la corbata y se estiró—. Solo agotado. Un cliente exigente me quitó tres horas.

«¿Qué cliente? ¿A.G.?», quiso preguntar Isabel, pero se mordió la lengua.

—¿Y tú? ¿Por qué tan temprano?—se giró, buscando en su rostro alguna señal de engaño.

—Te echaba de menos—se acercó y la abrazó por detrás, enterrando la nariz en su cuello. Olía a su colonia habitual… y a tabaco, aunque dejó de fumar hace cinco años. Ese aroma le pinchó el alma.

—Me voy a la ducha—Javier le dio un beso en la mejilla y salió.

Al quedarse sola, Isabel se dejó caer en el sofá. ¿Qué hacer? ¿Armar un escándalo? ¿Vigilarlo? ¿Preguntarle directamente? El teléfono ajeno pesaba en su bolsillo. Lo sacó y revisó los mensajes otra vez. Nada explícito, ni confesiones de amor ni fotos comprometedoras. Pero el mero hecho de esconder un teléfono lo decía todo.

La cena transcurrió en una tensión insoportable. Hablaron de sus hijas: la mayor, Lucía, vivía en otra ciudad con su marido y su hijo pequeño. La menor, Ana, terminaba la universidad. Javier actuó como siempre—bromeó, contó cosas del trabajo, le preguntó por su día. Nada sospechoso… si no supiera del teléfono secreto.

A las diez, él se fue a ducharse e Isabel decidió actuar. Revisó los bolsillos de su chaqueta—nada. Luego su maletín—vacío. Estaba a punto de rendirse cuando vio una tarjeta en un bolsillo lateral. Un contacto profesional: «Alicia Gómez», con un número de teléfono. ¿La A.G. de los mensajes?

El ruido del agua cesó. Isabel devolvió todo a su sitio y se metió en la cama, fingiendo dormir. El corazón le latía tan fuerte que temió que Javier lo oyera.

Por la mañana, se despertó antes que él y observó su rostro dormido. Tan querido… y de pronto, tan ajeno. ¿Cómo había podido hacerle esto? ¿Qué le faltó todos estos años?

En el desayuno, no pudo más:

—Javi, ¿eres feliz conmigo?—preguntó, removiendo el azúcar en su té.

Él alzó las cejas, sorprendido:

—¿Por qué me preguntas eso ahora?

—Solo contesta—insistió.

—Claro que soy feliz—tomó su mano—. Veintitrés años juntos, no son pocos.

Su contacto, antes reconfortante, ahora le quemaba.

—¿Y no… deseas algo distinto? ¿A alguien más?

Javier frunció el ceño:

—Isabel, ¿qué te pasa? Estás rara desde ayer.

—Responde.

—No necesito nada ni a nadie más—dijo con firmeza—. Eres mi esposa, la madre de mis hijas, mi apoyo. ¿Qué tonterías se te han metido en la cabeza?

Sus palabras sonaban sinceras, pero Isabel ya no sabía en qué creer. El segundo teléfono ardía en su bolsillo; el nombre de Alicia Gómez danzaba ante sus ojos.

—Vete, que llegarás tarde—intentó sonreír, pero le salió torcido.

Cuando Javier se fue, Isabel sacó el teléfono y buscó el nombre en internet. Alicia Gómez era masajista, con consulta privada. Su perfil mostraba a una mujer agradable, de unos cuarenta años, pelo rojo fuego y figura esbelta.

«Así que tú eres A.G.», pensó con amargura.

Al mediodía, llamó a su amiga de toda la vida, Carmen.

—A ver si te lo crees: encontré un segundo teléfono de Javi—dijo con voz temblorosa.

—¿En serio? ¿Y qué había?—Carmen soltó un grito ahogado.

Isabel le contó lo de los mensajes, la tarjeta, la pelirroja.

—Ay, Isa…—suspió Carmen—. Lo siento mucho. ¿Qué vas a hacer?

—No sé—su voz quebró—. Veintitrés años… Creí que todo iba bien.

—Tal vez no es lo que parece—sugirió—. Háblalo con él.

—¿Y qué le digo? ¿«Te espié y encontré tu teléfono secreto»?

—Mejor eso que vivir con dudas.

Isabel colgó más confundida que antes. Por un lado, quería gritarle y descargar su dolor. Por otro, tenía miedo de destruir lo que había tardado años en construir. ¿Habría alguna explicación lógica? Aunque… ¿qué explicación podía tener un teléfono escondido?

Esa noche, Javier llegó a casa con un ramo de sus flores favoritas: rosas rojas.

—¿A qué viene esto?—se sorprendió Isabel. Su estómago se encogió: ¿flAl final, Javier le confesó con una sonrisa tímida que las clases eran para aprender a tocar la guitarra y sorprenderla en su aniversario, dejando a Isabel entre lágrimas de alivio y la promesa de nunca dejar que el tiempo opacara la magia entre ellos.

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