—¡Quiero estar tumbado, que estar con los niños es cosa de mujeres! —declaró el hombre cerrando los ojos. Pero en apenas dos horas, se arrepentiría profundamente de sus palabras.
Imagínate esta escena: yo había esperado estas vacaciones en Marbella como si fuera el maná caído del cielo. Los últimos seis meses en el trabajo habían sido una locura. Llegaba a casa hecha polvo, y ahí empezaba mi segundo turno: deberes, cenas, revisar agendas.
Fui yo quien encontró este hotel, quien pilló los billetes a buen precio, quien llenó tres maletas sin olvidar el osito de peluche del hijo de seis años ni el powerbank para la tablet de la hija de nueve. Era el cerebro de esta operación bautizada como *Vacaciones Familiares*.
Y al fin llegamos. Playa, sol, los niños gritando de emoción. Parecía la felicidad hecha realidad, el momento de respirar aliviada. Pero mi marido, Víctor, tenía su propia opinión al respecto.
Con aire triunfal, se desplomó en la tumbona, se puso las gafas de sol, se enfrascó en el móvil y entró en modo hibernación. Su única función era darse la vuelta de vez en cuando para que el bronceado le quedara uniforme.
Los niños, claro, son pura energía. Y todos esos *”mamá, dame”*, *”mamá, vamos”*, *”mamá, mira”* iban dirigidos exclusivamente a mí. Víctor fingía no enterarse. Resumiendo: al segundo día, entendí que mis vacaciones se habían convertido en trabajo remoto, pero con más calor.
Hasta que un día vi un folleto en el lobby del spa local: *Dos horas de paraíso: envoltura de chocolate y masaje relajante*. Casi me caigo de la silla solo de imaginármelo. Noté el aroma del chocolate, supe que era una señal. Me lo merecía.
Me acerqué a mi marido, que dormitaba plácidamente, y con la voz más dulce le pedí: *”Cariño, ¿puedes quedarte con los niños un par de horas? Quiero darme un masaje. Solo vigílalos un poco.”*
Él entreabrió un ojo, perezoso, y soltó la frase que me heló la sangre: *”Olga, ¿en serio? ¡Eso es cosa de mujeres! Yo estoy de vacaciones, he trabajado todo el año para esto. Quiero descansar.”*
Dicho esto, cerró los ojos de nuevo, dejando claro que la conversación había terminado.
¿Ofendida? ¡Y mucho! ¿Acaso yo no había trabajado también hasta el agotamiento? Me quedé plantada frente a él, con una explosión de rabia hirviendo dentro. Pero no grité, ni gesticulé, ni lloré. ¿Para qué? Las palabras no arreglaban nada.
Mi mirada se topó con un grupo de animadores vestidos de piratas, sonriendo de oreja a oreja. Y entonces, como un relámpago, surgió la idea: audaz, traviesa, pero totalmente merecida.
Con una sonrisa encantadora, me acerqué a ellos. *”Buenos días —dije casi cantando—. Tengo una petición especial. ¿Ven a ese hombre en la tumbona? Es mi marido. Hoy es su día, un capitán en el alma… pero muy tímido.”* Mentí sin pestañear, con cara de ángel. Los animadores miraron a Víctor, intrigados. *”Quiero darle una sorpresa. Sería maravilloso que lo convirtieran en el protagonista de su aventura pirata de hoy.”*
Para asegurarme, deslicé discretamente un billete en la mano del líder. Sus ojos brillaron. *”¡Hecho! —anunció, haciendo un saludo pirata—. ¡Su capitán tendrá su momento de gloria!”*
Regresé a la tumbona, sintiéndome una estratega magistral, y esperé el espectáculo. Minutos después, un colorido grupo se acercó a Víctor, que roncaba plácidamente. Uno de ellos tomó el micrófono y anunció a todo el hotel: *”¡Atención, atención! Buscábamos al capitán más valiente, listo y audaz… ¡y lo hemos encontrado! ¡Démosle la bienvenida al gran capitán… don Víctor!”*
¡El caos estalló! Víctor saltó como si le hubieran pinchado, los ojos como platos, balbuceando incoherencias. Los niños, Martita y Javi, gritaban emocionados: *”¡Papá es el capitán!”* mientras le colocaban una pañoleta pirata en la cabeza. Él intentó protestar, decir que solo quería descansar, pero era demasiado tarde. El animador me guiñó un ojo, le dio una palmada en la espalda: *”¡Adelante, capitán! ¡El tesoro no espera!”* ¿Negarse delante de todos? Eso habría sido una vergüenza.
Mientras tanto, yo ya estaba en la puerta del spa, envuelta en una bata blanca, despidiéndome con una sonrisa pícara antes de perderme en un mundo de chocolate y relax.
Víctor cumplió su *misión*: corrió, resolvió acertijos, encontró el tesoro. Volvió agotado, sudoroso, pero feliz, rodeado de niños que lo admiraban.
Esa noche, le pregunté con inocencia: *”Bueno, capitán, ¿cómo te fue?”* Él refunfuñó. Me senté a su lado, le acaricié el pelo revuelto y susurré: *”Eres el mejor. Mira cómo los niños te adoran.”*
Él miró a Martita y Javi, que extendían conchas marinas sobre la cama, luego a mí… y por primera vez en el día, sonrió de verdad. *”Bah, no es para tanto —murmuró—. Solo jugué un rato.”*
Pero en sus ojos brillaba algo nuevo: cálido, auténtico. Hasta el final de las vacaciones, ayudo con los niños sin que se lo pidiera. Como si alguien le hubiera quitado una armadura.
A veces, solo hay que entregarle a un hombre un mapa del tesoro, anudarle un pañuelo en la cabeza… y empujarlo con cariño en la dirección correcta.