«Vergüenza en bolsa»: Cómo mi suegra agotó mi paciencia
Lucía revisaba su armario cuando alguien llamó a la puerta. Allí estaba, sonriendo de oreja a oreja, su suegra: doña Carmen.
—¡Hola, hija! Pasaba por aquí y pensé en tomarme un cafelito contigo —dijo con esa energía que solo las suegras tienen a primera hora de la tarde.
—Adelante —respondió Lucía, forzando una sonrisa mientras maldecía internamente su mala suerte—. Ahora termino de ordenar y nos sentamos.
Se dirigieron al salón. Mientras Lucía doblaba cuidadosamente sus prendas, doña Carmen se acomodó en el sofá y, sin disimular, se dedicó a espiar cada movimiento.
No tardó en fijarse en una bolsa de compras junto a la butaca. Al asomarse, sus ojos se abrieron como platos y soltó un grito:
—¡Lucía! ¡Pero qué escándalo es esto!
—¡Otra vez llena la casa de trapitos! —refunfuñó, señalando con desdén los paquetes esparcidos por el sofá.
—Son compras viejas —respondió Lucía, conteniendo un suspiro—. Solo estoy organizando el armario.
—¿Mi hijo sabe en qué te gastas el dinero? —preguntó con una sonrisa que hacía honor a su nombre: afilada como una navaja.
—Por si no lo sabía, yo también trabajo —replicó Lucía, acelerando el ritmo para acabar la conversación cuanto antes.
Pero doña Carmen no era de las que se rinden. Sacó un vestido de la bolsa y lo examinó como si fuera un espécimen raro.
—Con esto solo irías de tapas por La Latina —soltó, maliciosa.
—Todavía tiene la etiqueta. No lo he estrenado —dijo Lucía, intentando recuperarlo con elegancia, aunque le ardían las mejillas.
—¡Menos mal! —bufó la suegra—. ¿No crees que ya vas mayor para estos escotes, cariño?
—Tengo veintinueve, no sesenta y nueve —recordó Lucía con una sonrisa tan gélida que habría congelado el río Manzanares.
—A tu edad, una señora debe vestir con decencia, no enseñar más que el carné de identidad —sentenció doña Carmen, cruzando los brazos—. ¡Por eso aún no tengo nietos!
—¿Y qué tiene que ver mi ropa con los niños? —preguntó Lucía, contando hasta diez mentalmente.
—Muy sencillo: si te vistes como una veinteañera, es porque buscas algo… o alguien —concluyó la suegra, como si acabara de resolver un misterio de Agatha Christie.
Lucía palideció de rabia:
—¿O sea, según usted, una mujer casada debe ir cubierta con una toga?
—¡Una señora debe vestir con modestia! —declaró doña Carmen, dando un golpecito en el brazo del sillón—. ¡Y tu ropa interior… mejor ni hablamos!
—¿Ha estado husmeando en mis cosas? —saltó Lucía, sintiendo cómo le hervía la sangre.
—¡Nadie ha husmeado nada! —replicó la suegra—. Lo vi en el baño. ¡Y te digo una cosa, lucir hilos como esos no es de mujer decente!
—¿En serio? —Lucía apretó los puños—. ¿Quiere que me compre un traje de monja para trabajar?
—¡Una señora respetable no lleva esas cosas, y menos estando casada! —doña Carmen golpeó el sofá, como si estuviera en un juicio por televisión.
—Tengo veintinueve años, estoy en mi mejor momento y me visto como me da la gana —espetó Lucía entre dientes.
—¡No! ¡Te vistes así para que otros hombres te miren! —dramatizó la suegra, agitando las manos como una actriz de telenovela.
—Piense lo que quiera —respondió Lucía, exhausta—. Pero mi armario es mi batalla.
—¡Contigo no hay quien razone! —gruñó doña Carmen, levantándose y cerrando la puerta con un portazo que hizo temblar los cristales.
Cuando Álvaro, su marido, llegó del trabajo, Lucía le soltó el discurso entero.
—Mamá me dijo que vistes un poco… atrevida —dijo él, sonriendo con incomodidad—. No le hagas caso. Y… bueno, tal vez evita las medias de redecilla delante de ella. Le sacan de quicio.
—¡A esa mujer le molesta hasta el aire que respiro! —exclamó Lucía.
—Ya se le pasará —restó importancia Álvaro, agitando la mano como si espantara una mosca.
Pero se equivocaba.
Un mes después, la historia se repitió. Esta vez, doña Carmen llegó con un nuevo “argumento”:
—¡Subes fotos a internet! ¡Mis amigas las han visto! ¡Están escandalizadas! —anunció, ofendida.
—Las envidiosas siempre comentan —replicó Lucía, imperturbable.
La suegra se levantó, resopló y se marchó. Lucía respiró aliviada, pensando que por fin había acabado.
Pero no.
Seis meses después, cuando ella y Álvaro se fueron de vacaciones, dejando las llaves a doña Carmen “por si acaso”, jamás imaginaron lo que les esperaba al volver.
Al abrir la puerta, Lucía descubrió con horror que la mitad de su ropa había desaparecido.
—¡Fue ella! —susurró, recorriendo las habitaciones—. ¡Solo tu madre tenía llave!
—No puede ser —balbuceó Álvaro—. La llamaré.
Pero doña Carmen se hizo la víctima al teléfono:
—¿Yo? ¡Pero hijo, por favor! ¡Jamás!
Lucía negó con la cabeza:
—Llamaré a la policía.
Solo entonces, asustada por las consecuencias, la suegra confesó:
—¡Vale, fui yo! ¡Tiré toda esa ropa indecente al contenedor! ¡Lo hice por vuestro bien, para que te centres en formar una familia!
Álvaro estalló:
—¿Estás en tus cabales, madre? —gritó—. ¡Ahora tendré que pagarle un armario nuevo a mi mujer!
—Bueno… —intentó justificarse doña Carmen.
—¡Devuélveme las llaves y no vuelvas a pisar esta casa! —cortó él, tajante.
Para su cumpleaños, doña Carmen recibió tres rosas solitarias, en lugar del caro perfume que esperaba.
Y Lucía, ese mismo día, salió de compras con el monedero de Álvaro, quien esta vez insistió: “Cómprate lo que quieras, cariño. Te lo has ganado”.