Desaparece y no molestes”: El último adiós de una madre

“Desaparece y no estorbes”: El último camino de una madre

Vivieron una vida larga y desigual, como un viejo camino rural—hoy un hoyo, mañana una piedra, a ratos sol, a ratos tormenta. Natalia Esteban siempre creyó que, con su esposo al lado, ningún dolor era insuperable. Juntos resistieron más de cuarenta años. Pobreza, un incendio, la muerte de sus dos hijos mayores… Sufrieron tanto, siempre en silencio, agarrados de la mano. Solo les quedó el menor, Pablo. Su luz, su última esperanza. Creció, estudió, se mudó a una gran ciudad—a Valencia. Escribía a menudo, visitaba poco, pero Natalia lo entendía: responsabilidades, el trabajo, no en vano su hijo se había convertido en “alguien importante”.

Cuando Emilio José falleció—el corazón no aguantó una ventisca de enero—Natalia quedó completamente sola. La casa en el pueblo se volvió muda y vacía, la nieve cubrió el tejado como un sudario. Pablo insistió: la llevó a la ciudad, a un piso que compró tras casarse con su nueva esposa, Milena, una mujer elegante y descarada.

El apartamento era lujoso: cinco habitaciones, parqué brillante, electrodomésticos importados, hasta la cafetera hablaba. Pero para Natalia, todo era ajeno. Hasta el aire. De todas esas habitaciones, le dieron una, la más alejada, al final del pasillo. No era una jaula, pero tampoco un hogar. Se sentaba allí, quieta como un ratón, temiendo hacer ruido.

—Solo no molestes—susurraba Pablo—. A Milena le cuesta, no está acostumbrada a extraños en casa.

Natalia callaba. Casi siempre callaba. A veces Pablo entraba a conversar, pero poco. Y Milena… como si ni la viera. A veces pasaba por su lado con una expresión como si hubiera pisado algo sucio.

Una noche, Pablo pidió a su madre que cenara con ellos. Natalia se vistió, se peinó, se sentó a la mesa. Entonces Milena, sirviendo vino, dijo con una risa forzada:

—¡Mira, hasta el fósil ha venido a cenar! ¿Sabes siquiera usar el microondas? ¿O en tu pueblo todavía cocinan con leña?

Su risa sonó como cristal roto. Pablo no dijo nada. Natalia bajó la mirada.

Después llegó la conversación que no debía oír. Pero la oyó.

—Pablo, ¿hasta cuándo? ¡Me da vergüenza! Mis amigas no vienen porque les asusta esa sombra que se arrastra por el pasillo.
—Pero si no hace nada… solo está ahí…
—¡A mí su simple existencia me molesta! ¿Cuántos años tiene? Que se muera en paz, sin estorbar a los jóvenes.
—¿Qué dices? ¡Es mi madre!
—¿Y qué te ha dado, esa “madre”? Hasta una rata en el sótano se puede alimentar, pero nadie vive con ella.

Natalia se tapó los oídos. Permaneció así mucho tiempo, en la oscuridad. Su alma lloraba. Ella había creído haber criado a un hombre de verdad… que lo había dado todo. Pero resultó que estorbaba.

No durmió en toda la noche. Revolvió pensamientos, recuerdos, pertenencias. El dinero de la venta de la casa del pueblo, que guardaba en el banco para Pablo—pensó que ayudaría con la hipoteca. Pero él le dijo: “Mamá, qué dices, nosotros pagamos todo al contado.”

Esa misma noche lo decidió. Se iría. En silencio, sin reproches. Como había vivido.

Hizo un pequeño hatillo: un pañuelo, su biblia, un chál y algo de dinero en efectivo. Salió sin hacer ruido, sin que crujiera el suelo. Caminó horas hasta llegar a la estación. Compró un billete de cercanías. Su destino: un monasterio cerca de Cuenca.

Lo conocía desde hacía años. Lo había leído en un folleto de la iglesia, pero siempre temió que su hijo la necesitara, que hubiera nietos que cuidar. Pero no hubo nietos. Y nadie la necesitaba.

En el monasterio la recibieron como a una más. No le hicieron preguntas. Solo la abrazaron y dijeron: “Quédate con nosotras. Dios proveerá.”

Primero le dieron una celda sencilla: una cama, una manta, una estampa de la Virgen. Luego le asignaron a una novicia, Verónica, para ayudarla. La joven leía oraciones, le traía té, la acompañaba a caminar. Natalia entregó al monasterio todo lo que tenía—el dinero, su anillo, el chal que su abuela le había tejido. Todo por paz, por silencio.

Y entonces, por primera vez en décñas, se sintió mujer, no una carga, no una sombra. La luz tenue de las velas, el aroma del incienso, la calma… Todo sanaba su alma. Se sentaba junto a la ventana, tejía calcetines, rezaba. En la capilla, encendía velas: una por el descanso de Emilio José, otra por la salud de Pablo. Incluso una por Milena.
—Perdónalos, Señor—susurraba—. No saben lo que hacen.

Un año después, cuando las últimas hojas caían de los tilos del claustro, Natalia tomó los hábitos. Le dieron el nombre de Hermana Serafina.

Partió en silencio un día de diciembre. Por la mañana, tras la misa. La encontraron en su celda—manos cruzadas, ojos cerrados, la vela consumida hasta el final.

Pablo no fue al funeral. Envió dinero. Pero en el monasterio dijeron: “Serafina fue una madre para nosotras. Nosotras la despediremos.”

Ahora, sobre su tumba, hay una cruz de madera sencilla. Y al sol se acurruca un gato viejo al que Natalia solía alimentar. Y parece que el viento entre las ramas susurra:

“Desaparece y no estorbes…” No, madre, no desapareciste. Te salvaste.

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Desaparece y no molestes”: El último adiós de una madre