Desaparece y no estorbes: El último camino de una madre

“Desaparece y no estorbes”: El último camino de una madre

Vivieron juntos toda una vida, larga y accidentada como un viejo camino de pueblo: hoy un bache, mañana un charco, a veces sol, otras tormenta. Natalia Esteban siempre creyó que, mientras tuviera a su marido a su lado, ningún sufrimiento sería demasiado grande. Juntos sobrevivieron más de cuarenta años. Pobreza, un incendio, la muerte de sus dos hijos mayores… Todo lo soportaron en silencio, agarrados de la mano. Solo les quedó el pequeño, Pablo. Su luz, su última esperanza. Él creció, estudió en la universidad y se mudó a una gran ciudad, a Barcelona. Mandaba cartas a menudo, pero visitas pocas, aunque Natalia lo entendía: el trabajo, las responsabilidades, al fin y al cabo no era fácil ser “alguien importante”.

Cuando Miguel Isidro falleció —el corazón no resistió una ventisca de enero— Natalia quedó completamente sola. La casa del pueblo se volvió fría y vacía, la nieve cubrió el tejado como un sudario. Pablo insistió y la llevó a la ciudad, al piso que compró tras casarse con su nueva esposa, una mujer elegante y altiva llamada Mireia.

El apartamento era lujoso: cinco habitaciones, suelos de parqué relucientes, electrodomésticos importados, hasta la cafetera hablaba. Pero para Natalia todo era ajeno. Incluso el aire. De todas esas estancias, le asignaron una al final del pasillo. No era una jaula, pero tampoco un hogar. Allí se quedaba, quieta como un ratón, sin atreverse a moverse.

—Solo no molestes —susurraba Pablo—. A Mireia le cuesta adaptarse, no está acostumbrada a tener extraños en casa.

Natalia callaba. Casi nunca hablaba. A veces Pablo entraba a conversar, pero pocas. Y Mireia… como si ni la viera. A veces pasaba junto a ella con una mirada de asco, como si hubiera encontrado una mancha sucia.

Una noche, Pablo la invitó a cenar. Natalia se vistió con su mejor ropa, se peinó y se sentó a la mesa. Entonces Mireia, sirviendo vino, dijo en un tono falso y alegre:

—¡Vaya, hasta el dinosaurio ha venido! ¿Sabes usar el microondas, o en tu pueblo todavía cocináis con leña?

Su risa sonó como cristal roto. Pablo no dijo nada. Natalia bajó la mirada.

Después llegó la conversación que no debería haber escuchado. Pero la oyó.

—Pablo, ¿hasta cuándo va a ser esto? ¡Me da vergüenza! Mis amigos no vienen porque les asusta esa sombra arrastrándose por el pasillo.
—Pero si no hace nada… solo está allí…
—¡Su existencia entera me molesta! ¿Cuántos años tiene ya? ¡Que se muera en paz y no nos amargue la vida!
—¡Qué dices! ¡Esa es mi madre!
—¿Y qué te ha dado esa “madre”? ¡Hasta una rata en el sótano se puede alimentar, pero nadie quiere vivir con una!

Natalia se tapó los oídos. Permaneció así mucho rato, en la oscuridad. Su alma lloraba. Ella pensó que había criado a un hombre de bien… que lo había dado todo. Pero resultó que solo estorbaba.

No durmió en toda la noche. Repasó los recuerdos, las pertenencias, las ilusiones. Tenía los ahorros de la venta de la casa del pueblo en el banco, pensaba dárselos a su hijo para que terminara de pagar la hipoteca. Pero él le dijo: “Mamá, no seas tonta, lo compramos todo al contado”.

Esa misma noche tomó una decisión. Se iría. En silencio, sin molestar. Como había vivido.

Hizo un hatillo con lo imprescindible: un pañuelo, su biblia, un jersey y algo de dinero. Salió sin hacer ruido, evitando que crujiera el suelo. Caminó sin rumbo hasta llegar a la estación. Compró un billete de cercanías y desde allí, hasta un monasterio en las afueras de Ávila.

Conocía ese lugar desde hacía años. Lo leyó en un folleto de la iglesia, pero siempre temió que su hijo la necesitara, que hubiera nietos que cuidar. Pero no hubo nietos. Y nadie la necesitaba.

En el monasterio la recibieron como a una de los suyos. No le hicieron preguntas. Solo la abrazaron y le dijeron: “Quédate con nosotros. Dios proveerá”.

Primero le dieron una celda sencilla: una cama, una manta, un icono. Luego le asignaron a una joven novicia, Verónica, que la ayudaba a caminar, le leía oraciones y le traía té. Natalia entregó al monasterio todo lo que tenía: su dinero, su anillo, incluso el chal que le tejiera su abuela. Todo por un poco de paz, de silencio.

Y fue allí, por primera vez en décadas, que se sintió mujer, no una carga ni una sombra. La luz de las velas, el olor del incienso, la calma… Todo curaba su alma. Se sentaba junto a la ventana, tejía calcetines, rezaba. En la capilla encendía velas: una por el descanso de Miguel, otra por la salud de Pablo, incluso una por Mireia.
—Perdónalos, Señor —susurraba—. No saben lo que hacen.

Un año después, cuando las últimas hojas caían de los tilos del claustro, Natalia tomó los hábitos. Le dieron el nombre de Sor Serafina.

Partió en silencio un diciembre. Por la mañana, después de misa. Con una sonrisa. Así la encontraron en su celda: las manos cruzadas, los ojos cerrados, la vela consumida hasta el final.

Pablo no fue al funeral. Envió dinero. Pero en el monasterio le dijeron: “Serafina fue una madre para nosotras. Nosotras nos ocuparemos”.

Ahora, sobre su tumba, hay una cruz de madera. Y al sol se acurruca el gato viejo al que ella alimentaba. Y parece que el viento, entre las ramas, susurra:

“Desaparécete y no molestes”… No, no te has perdido, madre. Te has salvado.

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Desaparece y no estorbes: El último camino de una madre