Desafíos nos unieron, pero nuestra hija crece sin hermanos ni hermanas.

Las dificultades nos unieron, pero nuestra hija crece sin hermanos

Me llamo Ana Sanz y vivo en Cáceres, donde Extremadura guarda sus antiguas piedras y los tranquilos márgenes del río Tajo. Desde niña soñé con ser madre; era mi deseo luminoso e inquebrantable. En mi familia éramos tres hermanos, y mi madre se dedicó a nosotros, sin trabajar, para criarnos con amor. Esa imagen de una gran familia bulliciosa se grabó en mi alma. No podía imaginar mi vida de otra manera: una casa acogedora llena de voces infantiles, risas y pequeñitos pasos. Pero el destino dispuso de otro modo, y mis sueños se estrellaron contra la realidad dura, dejando solo fragmentos de esperanza.

Durante tres largos años, mi esposo, Javier, y yo intentamos tener un hijo. Cada mes una nueva esperanza, cada vez una nueva decepción. Lloraba por las noches mirando al techo, mientras él me abrazaba en silencio ocultando su dolor. Finalmente, el ginecólogo dio su veredicto: “In vitro es su única opción”. Nos decidimos, y el primer intento nos trajo el milagro: nuestra hija, Lucía, que ahora tiene 14 años. La tenía en mis brazos, diminuta y cálida, y pensaba: aquí está la felicidad. Pero quería más: darle hermanos para que creciera rodeada de almas queridas, como yo en mi infancia.

Año y medio después, lo intentamos de nuevo. Cuatro intentos, cuatro golpes del destino. Cada vez creía que lo lograríamos, y cada vez caía en la desesperación cuando las esperanzas se desmoronaban. Después del cuarto fracaso, me rendí. “Será así – me dije, apretando los puños-, tengo una hija”. El sueño se escapaba como arena entre los dedos, y el dolor de ello era insoportable, como un cuchillo en el corazón. Miraba a Lucía y sentía culpa: no pude darle aquello que yo misma deseaba.

A veces pienso que si no me hubiera aferrado a ese ideal, no habría sufrido esos procedimientos dolorosos, esas lágrimas, esa sensación de vacío. Me consumía a mí misma, a mi cuerpo y a mi alma, mientras Javier me rogaba que parara antes. “Te llevarás al límite”, decía mirando mis ojeras. “Tengo miedo por ti, por tu salud”. Él veía cómo me hundía en la depresión, pero no podía abandonar el sueño. Ahora entiendo que tenía razón y yo estaba ciega en mi obstinación.

Nuestra hija crece sola. Es mi mayor tristeza. Quería que conociera la alegría de tener hermanos, sus travesuras, su apoyo, su calidez. Pero Lucía es única, y eso es mi dolor, mi Gestalt incompleta. Sin embargo, esas dificultades nos han fortalecido a Javier y a mí. La lucha por los hijos, aunque fallida, nos ha hecho más fuertes, como el acero forjado en el fuego. Aprendimos a valorarnos, a mantenernos unidos pese a las tormentas. Hoy miramos hacia adelante, disfrutamos de Lucía: de su sonrisa, de sus logros. No puedo decir que he aceptado completamente que no habrá un segundo hijo. Tengo 42 años, y sé que el tiempo ha pasado, que casi no hay oportunidades. Pero he aprendido a vivir con ello, aunque con una silenciosa tristeza en el corazón.

Somos tres: Javier, Lucía y yo, y vivimos en armonía. Nuestra casa está llena de calidez, aunque no sea tan llena de voces como la imaginaba de niña. Miro a mi hija y veo en ella lo mejor de nosotros: su perseverancia, su bondad, su luz. Crece sin hermanos, y eso es lo único de lo que me arrepiento. Soñaba con darle una familia ruidosa donde nadie se sintiera solo, pero la vida decidió otra cosa. Y, sin embargo, somos felices: no perfectamente, no como en mis sueños, pero de verdad. Las dificultades no nos rompieron, nos unieron en un todo, y le estoy agradecida al destino por ello.

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Desafíos nos unieron, pero nuestra hija crece sin hermanos ni hermanas.