Desafiante sonrisa desde lo alto: el calendario que siempre me molestó.

Una chica medio en cuclillas miraba con altanería y esbozaba una sonrisa provocativa. Ese calendario llevaba tiempo molestándome. Solo mi difunto—perdón, mi exmarido—podía colgar semejante cursilería en la cocina.

—Adiós, cariño—dije—, no encajas ni un poquito en la decoración.
La rubia del almanaque balanceó su zapatito de charol con resignación antes de aterrizar en el cubo de la basura. La pared relucía de nuevo con su verde original, pero el alivio no llegó. Vaya año… Todo empezó con la huida de mi media naranja y ahora parece terminar con la pérdida del trabajo. La empresa donde trabajaba, que ya llevaba tiempo cojeando, se acercaba a su final inevitable. Total, ¿para qué ir a la oficina si el sueldo llegaba cada vez más tarde? Así que me quedé en casa, decidida a hacer una limpieza a fondo.

La idea fracasó. En lugar de fregar los azulejos con entusiasmo, me puse a hojear un periódico gratuito repleto de anuncios de embaucadores vendiendo sus “servicios mágicos”. ¡De todo había! Brujos blancos, videntes, santeras, adivinas… Al final de la página, una tal Violeta, la más poderosa de todas, prometía recuperar maridos, eliminar maldiciones y cambiar vidas, eso sí, con garantía del cien por cien.
No tenía nada mejor que hacer—salvo limpiar, claro—, así que, movida por mi insaciable curiosidad, marqué el número sin pensarlo dos veces.

***
El portal estaba abierto, sin portero automático ni conserje. Un tipo con cara de haber visto demasiado abrió la puerta y, al oír que venía por el anuncio, me hizo pasar con un gesto vago.
—Allí—murmuró.
“Allí”, en un salón modesto, había una mujer entrada en años, envuelta en un chaleco de lana y con un pañuelo desgastado al cuello.

—Hola, ¿usted llamó?—dijo con una sonrisa cansada—. Entonces, ¿quiere que le quite el mal de amores…?
—Bueno, me casé nada más salir de la universidad. Y estuve casada casi quince años.
Me miró con sus ojillos pequeños, de pestañas casi blancas. ¿Dónde quedaban esos ojos negros que atravesaban el alma, como prometía el anuncio?
—Perdone, la confundí con otra clienta—dijo antes de estornudar.
Entonces irrumpió el mismo tipo de antes.
—Luz, no hay nada para comer. Dame algo de dinero, voy al súper.
Ella frunció el ceño, rebuscó en el cajón de la mesilla y le entregó unos billetes.
—Compra pan, macarrones y morcilla.
—¿Y para la cerveza?—protestó él—. Si no, no voy.
Luz—Violeta—le dio unos euros más y él se marchó.

—Bueno, ¿quería recuperar a su marido?—me preguntó con amabilidad.
¿Quería? De repente me di cuenta de que mi “Javi” se parecía demasiado al marido de la pitonisa, aunque con menos calva y algo más presentable. Pero, en realidad, ¿para qué quería yo ese “tesoro”?
—Mejor no—dije—. Pero que se arrepienta y vuelva rogando, eso sí.
—Como quiera—aceptó sin pestañear—. ¿Algo más?
—Quiero encontrar el trabajo de mis sueños: creativo, interesante, con prestigio… y bien pagado, claro. Si es que existe.
—Ay, con la que está cayendo… Yo, desde que me despidieron, no encuentro nada decente—suspiró Luz-Violeta—. Pero a usted le irá bien—se apresuró a añadir.
Sonó un teléfono en el pasillo y apareció su marido, ya con un abrigo verde chillón.
—Te llaman del colegio. El Pablo ha pegado el libro de actas con Loctite.
—¡El Pablo es tan tuyo como mío! Ve tú, que yo ya estoy harta de hacer el ridículo…

Quedamos solas. Ella parecía avergonzada.
—Los niños… El pequeño va bien, pero el mayor… ¿No conoce, por casualidad, a algún buen psicólogo?
—Lo siento, no.
—Sigamos. ¿Qué más quiere cambiar?
—¿De verdad puede hacerlo todo?—pregunté con ironía.
No captó el sarcasmo y contestó seria:
—Garantizado al cien por cien.
—Pues entonces quiero que se enamore perdidamente de mí un hombre bueno, guapo, inteligente y con dinero. Cuanto antes mejor. Y con ese sí me casaré.
Masculló algo, dobló tres dedos de la mano.
—Y quiero estar radiante. Como de veinticinco, máximo.
Asintió y dobló un cuarto dedo.

—¿Algo más?
Mi imaginación flaqueaba. Aunque…
—¡Un gato siberiano!
Cerró el puño, miró al techo y movió los labios en silencio. Quizás recitaba un conjuro, aunque más bien parecía estar calculando el precio.
—Mil doscientos cincuenta euros—anunció.
—¿No va a quitarme ninguna maldición?—pregunté.
Entrecerró los ojos.
—No tiene maldición. Solo mala suerte.
—¿Y ahora tendré buena suerte?
—Ahora la tendrá—dijo antes de estornudar de nuevo.
Me sentí como una filántropa al pagarle. De camino a casa me regañé: ese dinero me hacía falta.

Llegué helada y con los pies mojados después de pisar un charco. El ascensor no funcionaba, la bombilla del portal estaba fundida y en el buzón solo había facturas. Decidí darme el gusto de un café… y lo arruiné echándole sal en vez de azúcar. Me enfadé con la sal, con el tiempo, con los de la luz, con las videntes patéticas y me fui a la cama antes de que pasara algo peor.

***
Por la mañana, el teléfono me despertó. Tardé en entender que era la empresa con la que siempre soñé trabajar. Y el dueño en persona. ¡EN PERSONA! Vamos, mucho mejor que lidiar con secretarias chillonas o entrevistadores ineptos. Su voz era de terciopelo.
—Vi su currículum—que, por cierto, se perdió entre montañas de papeles—, pero hoy lo hemos encontrado. ¿Cuándo podría venir?

¿Cuándo? ¡En pijama y zapatillas, si hacía falta! Claro, no lo dije en voz alta y concerté la cita para después de comer. Corrí al baño. Había que arreglarse, planchar el traje, encontrar el portafolios…

Otro timbrazo me sacó de la ducha.
—¿Te importa si paso hoy? Creo que me dejé unos vaqueros en el armario… Y bueno, creo que nos precipitamos—no hizo falta que se presentara. Nadie como Javi para hablar tan lento, casi lamentándose.
—Te llevaste hasta los calcetines.
—¿Ah, sí? Bueno, pues deberíamos vernos. Menos mal que ni firmamos el divorcio… Ahora me doy cuenta de lo que tenía. ¿Empezamos de nuevo?
—Ni hablar, Javi—contesté alegre—. Pero puedes invitarme a cenar la semana que viene. Para recordar viejos tiempos.
—¿Un Burger King vale? Ando justo.
—¡Perfecto! De paso hablamos del divorcio.

¡Qué bien se siente la libertad! ¡Y pensar que ayer no lo veía!
***
Volví de la entrevista flotando. Entré en una tienda a por una crema antiarrugas que llevaba tiempo mirando. Ahora sí podía permitírmela.
¡Sorpresa! La dependienta intentó disuadirme.
—Esta es muy fuerte, le saldrLa dependienta me miró con escepticismo y añadió: —Señorita, con esa piel de veinte años, esto es un gasto innecesario.

Rate article
MagistrUm
Desafiante sonrisa desde lo alto: el calendario que siempre me molestó.