Miércoles, 11 de mayo de 2023
Hoy descubrí algo terrible sobre Lucía. Todo comenzó aquel día en que faltó al instituto para acompañar a su amiga Marta al estudio de tatuajes. Como no podía ir en uniforme al centro comercial, pasó por casa a cambiarse. Justo cuando metía una pierna en los vaqueros, giró la llave en la cerradura. Se quedó helada, patinando sobre un pie. Primero pensó en ladrones, pero luego reconoció mi voz. Parecía que hablaba por teléfono.
“Ahora cojo la ropa y salgo corriendo. No puedo decir que estaba en el entrenamiento si la bolsa de deporte sigue debajo de la cama”.
Lucía se equivocó. No era una llamada; grababa un mensaje de voz. Minutos después, oyó una voz femenina:
“Cariño, te echo tanto de menos que no aguanto… Por cierto, hice tus empanadillas favoritas. Date prisa o se enfriarán. ¡Besos!”
Tardó en asimilarlo. Primero reconoció la voz: era tía Carmen, mi compañera de trabajo y hermana de la mejor amiga de su madre, que a menudo nos visitaba. A Lucía le caía bien; Carmen no fingía saberlo todo, le gustaba divertirse y escuchaba música moderna, no esas canciones tristes que poníamos su madre y yo. Solo al preguntarse por qué Carmen me enviaba audios, entendió el significado.
En ese instante, la llave giró de nuevo. Silencio en el piso. Lucía se desplomó en la cama repitiendo las palabras de Carmen. No, no era su imaginación: su padre tenía una amante. ¿Qué hacer? ¿Decírselo a mamá? ¿Cómo tratar conmigo y con esa mujer?
Sin decidirse, corrió a encontrarse con Marta, que ya le había enviado cinco mensajes. Ambas llevaban un mes eligiendo el diseño; Marta dominaba falsificar firmas maternas. Pero ahora a Lucía no le apetecía nada.
“Luci, ¿qué te pasa? – insistió Marta – ¿Te has enfadado? ¿También quieres un tatuaje? Te falsifico la firma de tu madre, ¡fácil!”
Qué alivio sería compartir esta noticia y repartir culpas, pero ni siquiera podía contárselo a su amiga. Lucía fingió que su disgusto era por el tatuaje.
Las siguientes dos semanas no pudo estudiar, rechazó salidas con amigas, evitaba a su madre y me contestaba mal. No sabía qué hacer. Casi se lo confiesa a mamá, pero ella la regañó por un suspenso en química. Discutieron ferozmente. Esa noche, su madre entró en su habitación con una palmera de chocolate – la debilidad de Lucía – y dijo:
“Perdona, cariño, por gritarte. Sé que no es pedagógico. ¡Es que me preocupan tus exámenes! Quiero lo mejor para ti…”
“Mamá, ¡déjalo ya que aprobaré! ¿Esta palmera es para mí?”
“Claro. ¿Hacemos las paces? Odio discutir contigo”.
Lucía tomó el dulce, la besó en la mejilla y se prometió: jamás le causaría tanto dolor. Si así sufría por una tontería, ¡qué sería al enterarse de lo mío! Debía impedir, a toda costa, que lo supiera.
Y Lucía se hizo mi cómplice: me cubría en mis tardes de trabajo, me recordaba cumpleaños familiares o encargos de su madre, la distraía si alguien me llamaba. Pero ignoraba mis pedidos, me respondía mal y apenas contenía su desprecio.
Luego todo pareció arreglarse: volvía puntual, Lucía aprobó los exámenes y pasó a primero de bachillerato. Aquello pareció una pesadilla olvidada. Además conoció a Miguel, dos años mayor, estudiante de Derecho que tocaba la guitarra. Al anochecer salían con amigos, pero cada vez se apartaban más juntos. Aquella vez fueron hasta la fuente sin ver pasar las horas; ya debía regresar. Ojalá sus padres no notaran la hora. Entró en puntillas a su habitación.
“Uf… Creo que no me han pillado”, pensó.
“¿Lucía?”
No hubo suerte.
Su madre entró en la habitación.
“Llegas tarde”.
Lucía esperaba una bronca, pero ni siquiera aguardó su respuesta.
“Lo siento, me entretuve con mis amigas. Mamá, ¿estás bien?”
Bajo la lámpara, Lucía vio sus ojos rojos, como si hubiera llorado.
“Sí, sí. Oye, ¿tú y tu padre habéis comprado algo en joyería? Por saber…”
Un sexto sentido le dijo que no se apresurara.
“¿En joyería?”
“Vi un recibo de unos pendientes y pensé…”
“¡Ah, sí! Perdona, olvidé contarte que papá me dio dinero para el regalo de Marta. Cumple años pronto y quería algo especial. Se perforó las orejes hace poco, así que pensé…
Al día siguiente, mientras su madre descubría el tatuaje con expresión desolada, Laura comprendió demasiado tarde que había heredado la misma obstinada ceguera que condenó a sus padres.
Derecho al error.
