Derecho a seguir mi propio camino

**Diario Personal**

Un rayo de sol cegador se coló entre las cortinas, iluminando los rostros tensos alrededor de la mesa del comedor, pero ni siquiera su calor logró romper el frío que envolvió el amplio salón.

—Mamá, papá, Elvira y yo queremos vivir aquí un par de años —dijo Adrián con firmeza, conteniendo el temblor en su voz—. Así podremos ahorrar para nuestro propio piso.

A su lado, Elvira jugueteaba nerviosa con el borde del mantel. Frente a ellos, María del Carmen, la madre de Adrián, había dejado el cuchillo en suspenso, como si pretendiera cortar no el pan, sino la idea misma. Por su parte, Rafael, el padre, sorbía su té en silencio, evitando las miradas.

—¿Vivir aquí? —María del Carmen dejó el cuchillo con lentitud—. ¿Con… esa mujer?

—Sí, con mi esposa —recalcó Adrián—. Estamos cansados de alquilar. Será temporal, hasta que juntemos para la hipoteca.

—Hay espacio —intervino Rafael, apartando la taza—. Dos habitaciones están vacías. ¿Por qué no ayudarlos?

María del Carmen fulminó a su marido con la mirada:
—¿Y a mí nadie me ha preguntado? ¿Tengo que aguantar a una extraña en mi casa?

—Elvira no es una extraña —Adrián sintió hervir la rabia dentro de él—. Es mi familia.

—¡Familia! —bufó su madre—. Esto es un capricho, Adrián. La veo como es. ¿Crees que te quiere? Solo quiere este piso, tu dinero, tu herencia.

Adrián apretó los puños. Esta conversación se repetía desde que Elvira apareció en su vida. Su madre jamás la aceptó, sin explicaciones. Quizás porque Elvira rompió el orden en el que Adrián estaba bajo su control absoluto.

—Mamá —dijo con calma forzada—, un tercio de este piso es mío, por la herencia de la abuela. Tengo derecho a vivir aquí.

María del Carmen palideció:
—¿Me amenazas? ¿A tu propia madre? Ella te ha puesto esto en la cabeza, ¿verdad?

—Basta ya, Mari —elevó la voz Rafael—. Adrián tiene razón.

—¡Pues que viva en su tercio! —se levantó María del Carmen—. ¡En el trastero o en el balcón!

Adrián se puso en pie, agotado:
—Vale. Si no es por las buenas, venderé mi parte. Y encontraré vecinos que te harán lamentarlo. ¿Te imaginas vivir junto a aficionados al flamenco a todo volumen o coleccionistas de serpientes?

—No te atreverás —susurró su madre.

—Tienes una semana para decidir —dijo Adrián, yéndose hacia la puerta—. Luego llamo al agente inmobiliario.

En el recibidor, intentó calmar el temblor de sus manos. Nunca antes había desafiado así a su madre. Pero por Elvira, por su futuro, estaba dispuesto a todo.

De vuelta en el piso alquilado, Elvira leyó la angustia en su rostro:
—¿Qué tal? —preguntó, sabiendo la respuesta.

—Lo de siempre —suspió él, desplomándose en el sofá—. Papá nos apoya; mamá, no. Pero le dejé claro: o vivimos allí, o vendo mi parte.

Elvira frunció el ceño:
—Adrián, quizá no deberíamos…

—No —cortó él—. No cederé. Tiene que aceptarte.

Pasó la semana sin respuesta. Al octavo día, Adrián llamó al agente:
—Quiero vender mi parte. Rápido y barato.

Tres días después, llegaron los primeros «compradores»: dos hombres con tatuajes y aliento a alcohol. Rafael los recibió con una sonrisa:
—¡Pasen, vean! ¡Una parte en un buen piso, en pleno centro!

—¿Y dónde está nuestro tercio? —gruñó uno, mirando el salón—. ¿Dormimos en el baño?

—Eso es cosa de papeles —guiñó Rafael—. Legalmente, el piso es copropiedad.

María del Carmen salió de la habitación, indignada:
—¿Quiénes son estos?

—Compradores, cariño —dijo Rafael—. Interesados en la parte de Adrián.

—¡Fuera! —gritó ella—. ¡Nadie vivirá aquí!

Al día siguiente, llegó una pareja excéntrica, hablando de su colección de escarabajos tropicales. María del Carmen palideció al oír «arañas inofensivas del tamaño de una mano». La tercera visita fue peor: un hombre que meditaba de noche con tambores.

Al cuarto día, María del Carmen llamó a su hijo:
—¿De verdad quieres vender a locos?

—Te lo advertí —respondió Adrián, frío—. Tuviste tu oportunidad.

—Está bien —cedió ella—. Que venga tu Elvira. ¡Pero habrá reglas!

Esa noche, Adrián fue solo a negociar.

—Dime tus condiciones —exigió, mirándola a los ojos.

—Nada de sus cosas en el salón o la cocina —comenzó María del Carmen—. Si cocina, que limpie. ¡Y nada de visitas!

—Ahora las mías —cruzándose de brazos—. Usaremos el dormitorio y el estudio. Acceso a toda la casa. Y lo más importante: dejas de insultarla. Un mal gesto, y vendo mi parte. Sin aviso.

María del Carmen apretó los dientes, pero asintió:
—Vale. Pero será temporal.

El traslado fue una semana después. Elvira y Adrián llevaron solo lo esencial. Rafael ayudó:
—Aquí está vuestra habitación.

—Gracias, papá —Adrián lo abrazó.

María del Carmen observaba, con los brazos cruzados. Elvira intentó acercarse:
—Hola, María del Carmen. Gracias por recibirnos.

—No es nada —contestó ella, yéndose a la cocina.

Comenzó una guerra silenciosa. María del Carmen escondía la vajilla, ponía la aspiradora a las siete de la mañana cuando dormían, y revisaba obsesivamente si Elvira limpiaba después de cocinar.

Elvira aguantó. Limpió, lavó, cocinó. Hasta que un día encontró su cuaderno de notas roto en la basura. Otra vez, su crema facial estaba esparcida en el lavabo.

—Me odia —confesó Elvira a Adrián tras dos meses—. ¿Nos vamos?

—No —dijo él—. No nos rendiremos. Hablaré con ella.

La conversación fue dura. Adrián recordó la amenaza de vender. María del Carmen estalló:
—¡Te ha cambiado, Adrián! ¡Me chantajeas por esa chica!

—No es chantaje —respondió él—. Son límites. Deja de atormentarla, o cumpliré lo prometido.

Tras eso, María del Carmen se moderó, pero no cedió. Empezó a difamar a Elvira entre los vecinos, acusándola de interés y vagancia. Los rumores llegaron a Elvira, y cada palabra le dolía.

Rafael, inesperadamente, la apoyó. Por las noches, hablaban de viajes y películas.

—No lo tomes a mal —le dijo una vez—. Mari teme que le quites a su hijo.

—No quiero quitárselo —susurró Elvira—. Solo quiero estar con él.

—Lo entenderá —sonrió él—. Dale tiempo.

Pero el tiempo no ayudó. María del Carmen seguía con sus trampas: echaba a perder la comida de Elvira o «casualmente» cortaba el internet cuando ella trabajaba. Elvira resistió, pensando en su futuro. Los ahorros crecían; el piso propio estaba cerca.

Un año y medio después, en una fría nocheY cuando por fin abrieron la puerta de su nuevo hogar, sintieron que el peso de aquellos años se desvanecía, dejando espacio solo para el futuro que habían construido juntos.

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