Derecho a Errar.

Hoy toca anotar ese asunto turbio de Almudena. Descubrió lo de la amante de su padre por chiripa; ese día hizo novillos para acompañar a su amiga Aurelia al tatuador. Como ir al centro comercial con el uniforme era un rollo, pasó por casa a cambiarse. Mientras se enfundaba unos tejanos, la llave giró en la cerradura. Se quedó tiesa, patinando sobre un pie, con el otro atascado. Pensó en ladrones, hasta que oyó la voz de su padre. Parecía hablar por teléfono.
– “Voy a por el traje y salgo pitando. No puedo decir que venía del gimnasio si la bolsa está debajo de la cama”.
Almudena se equivocó: no era una llada. Grababa un mensaje de voz, porque minutos después oy o una voz femenina:
– “Cariño, te echaba tanto de menos… ¡No aguanto las ganas de verte! Por cierto, hice tus croquetas favoritas. Date prisa o se pondrán frías. Muakis, muakis!”
El sentido le llegó más tarde. Primero reconoció la voz: era Tía Concha, compañera de su padre y hermana de la mejor amiga de su madre, que iba mucho por casa. A Almudena le caía bien; Tía Concha no era como los otros adultos: no fingía saberlo todo, le gustaba divertirse y escuchaba música actual, no esas canciones ñoñas de sus padres. Solo al preguntarse por qué le mandaba audios, entendió aquellas palabras.
En ese momento la llave giró otra vez y en el piso se hizo el silencio. Almudena se dejó caer en la cama y repasó las palabras de Tía Concha. No, no era imaginación. Su padre tenía algo con otra mujer. ¿Qué hacer ahora? ¿Decírselo a su madre? ¿Cómo portarse con él o con esa mujer?
Sin decidir nada, salió pitando a encontrarse con Aurelia, que ya le había enviado cinco mensajes. Llevaban un mes esperando ese día, eligiendo el diseño, y Aurelia dominaba a la perfección falsificar la firma de su madre. Pero ahora no tenía ganas de nada.
– “Almu, pero ¡qué te pasa? – insistía su amiga. – ¿Por qué esa cara? ¿También quieres tatuaje? ¡Pues falsifico la firma de tu madre, no es para tanto!”
Qué ganas tenía de soltarle la bomba, de repartir la culpa. Pero ni con su mejor amiga podía hablar de esas cosas. Así que Almudena fingió que sí, que era por el tatuaje.
Las dos semanas siguientes no pudo estudiar, evitó salir con amigas, esquivó conversaciones con su madre y le dio de lado a su padre. No sabía qué hacer. Casi se lo cuenta a su madre, pero ésta empezó a reñirla por un suspenso en Química, la bronca fue monumental. Esa noche su madre entró con un brazo de gitano, su dulce preferido, y le dijo:
– “Perdona, cielo, por gritarte. Sé que no es educado. ¡Es que me preocupa tanto tu selectividad! Solo quiero que te vaya bien…”
– “Mamá, ¡por favor, que aprobaré! ¿Este brazo de gitano es para mí?”
– “Claro que sí, corazón. ¿Hacemos las paces? No soporto cuando discutimos”.
Almudena cogió el pastel, le dio un beso en la mejilla y se prometió: jamás haría sufrir así a su madre. Si se ponía así por una tontería, ¿qué sería al saber lo de su padre? Debía evitar a toda costa que lo descubriera.
Involuntariamente, se convirtió en cómplice de su padre: le cubría las espaldas cuando se retrasaba, le recordaba cumpleaños familiares y recados de su madre, distraía a su madre si le llamaban. Mientras, ignoraba sus peticiones, le hablaba con malas formas y apenas contenía las ganas de soltarle cuatro verdades.
Luego, la cosa pareció arreglarse: su padre volvía a su hora, Almudena aprobó los exámenes y pasó a primero de bachiller. Todo aquello fue como un mal sueño. Además, conoció a Mario, dos años mayor, estudiaba primero de Derecho y tocaba la guitarra. Por las noches salían en pandilla, pero cada vez se apartaban más para ir solos. Aquella tarde fueron hasta las fuentes y no vieron pasar el tiempo. Llegaba tarde. Esperó que sus padres no miraran la hora y entró de puntillas.
*Uf, parece que no se han enterado*, pensó.
– ¿Almudena?
Mal asunto…
Su madre asomó la cabeza.
– Has tardado hoy.
Almudena esperó la bronca, pero no; ni siquiera parecía esperar respuesta.
– Perdona, me entretuve con las chicas. Mamá, ¿estás bien?
Incluso con la luz de la lámpara, vio los ojos de su madre enrojecidos, como si hubiera llorado.
– Sí, todo bien. Dime, ¿tú o tu padre comprasteis algo en joyería? Por curiosidad…
Un sexto sentido le dijo que no se apresurara.
– ¿En joyería?
– Vi un recibo de unos pendientes y pensé…
– ¡Ah, claro! – Perdón, se me olvidó contarte que pedí dinero a papá para el regalo de Aurelia, que cumple, y quería algo especial. Se hizo los pendientes hace poco, pensé que… ¿Fue demasiado caro? Lo siento, mamá.
La cara de su madre se iluminó.
– ¡No, por Dios, ni lo pienses! Yo solo preguntaba… Eres un cielo, tan atenta con las fechas. ¡Toda una García!
Mentirle a su madre fue tan desagradable que al día siguiente decidió acabar con todo de una vez. Podría hablar con su padre, pero ¿qué le diría? La idea le daba pavor. Pero enfrentarse a Tía Concha… Eso quizá podía hacerlo. Aunque no sabía qué decir, decidió improvisar.
Su padre y Tía Concha trabajaban en una editorial; él escribía artículos, ella era redactora jefe. Antes, cuando Almudena era más pequeña, su padre la llevaba a veces al trabajo. Colarse allí no supondría problema.
Buscó el momento adecuado, cuando su padre no estuv
Aquella tarde, viendo la tinta fresca en su brazo, Lucía entendió que su corazón adolescente, roto por la traición y la confusión, ahora llevaría para siempre la cicatriz de una lección aprendida demasiado pronto. Y así lo anoté en mi diario, recordando la mirada vacía de mi hija al volver a casa esa noche, con un adiós silencioso a la inocencia que ni mi regreso podía devolverle.

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