La esposa tiene que ser al menos diez años más joven que el marido. Así lo marcó la naturaleza: ¡para que haya una hembra fresca al lado!
Almudena apenas aguantó la risa. Claro, Pedro el año pasado defendió su tesis y, por fin, se convirtió en doctor. Pero no era excusa para mezclar su ciencia favorita con cualquier cosa. Él estudiaba arañas, y, según cuentan, a muchas hembras de araña les gusta degustar a sus amantes
Almudena soltó una risilla, pero respondió en voz alta:
¿Y cuándo te casaste conmigo? ¿No sabías que sólo había un año de diferencia entre nosotros?
¡Exacto! ¡Todo está al revés! ¡Yo soy el mayor!
Un año.
¿Y qué? ¡El simple hecho cuenta!
¿De qué sirve toda esta discusión? Almudena empezaba a irritarse.
Últimamente Pedro no hacía más que lanzar críticas sobre ella. A veces eran negativas, a veces disfrazadas de cumplidos, pero terminaban como insultos en las redes sociales. Decía que había engordado, que su pelo se estaba volviendo escaso, que vestía ¡un despropósito! En ocasiones llegaba a los comentarios más hirientes.
Te hablo de la naturaleza replicó Pedro , de cómo se garantiza el máximo bienestar de cualquier especie. Tú lo conviertes en discusiones triviales. Al menos, léete algún libro
Almudena, como una fiera a punto de rugir, se sintió herida. Pedro siempre insinuaba que su nivel cultural no estaba a la altura del suyo. Antes parecía una broma ligera, pero después de la defensa de la tesis, su tono cambió, como si le hubieran puesto una máscara distinta.
* * *
Cuando se casaron, Pedro era estudiante de doctorado sin un duro en el bolsillo. Vivía en una residencia universitaria, hacía curros cuando podía y soñaba con la gran ciencia. Tenía apenas veinticinco años. Se cruzaban a menudo en el Retiro, donde Almudena paseaba con su perro. Pedro decía que era el destino: vivían en calles contiguas y se encontraban cada semana, justo cuando él iba al instituto y ella a pasear. Almudena le parecía tan hermosa que venció su timidez, su miedo y su falta de sociabilidad, y se acercó a él. Al principio, la callada Almudena se sonrojó, pero luego no podía creer su suerte: un chico tan encantador había notado a la suya.
Su familia era, en el mejor de los casos, tensa. La madre amaba más la botella que a su propia hija, y el padre no se quedaba atrás. En realidad, fue la abuela quien crió a Almudena. La anciana ya estaba entrado en años y a menudo estaba enferma; desde pequeña Almudena le ayudaba en todo. Por eso nunca cursó estudios universitarios: había asuntos más urgentes. Al menos terminó un instituto de costura y, cuando la abuela se sentía mejor, trabajó en una fábrica textil, que luego cerró sus puertas.
Después, cuidó de la abuela enferma y vivieron con la pensión. Para ganar un poco más alquilaron una habitación en el piso de dos habitaciones que tenía la abuela; Almudena se instaló en el balcón. Cuando Pedro le propuso salir y luego le pidió matrimonio, Almudena sintió que todo era un sueño maravilloso.
Soy una novia sin dote se decía a sí misma . Sin fortuna, sin belleza
No lo digas, eres la chica más bonita que conozco le contestaba Pedro. No te preocupes, busco otro curro. Así podremos pagar el alquiler y ayudar a tu abuela
Pedro, de noche, hacía horas extra en la universidad para que llegara algo de dinero. Pero la vida en viviendas de alquiler no duró mucho. La abuela falleció, dejando el piso a su nieta. La joven pareja se instaló allí, y al no tener que pagar alquiler, sus finanzas mejoraron. Pedro siguió en el instituto, Almudena aceptaba encargos y cosía en casa: primero faldas y vestidos sencillos, luego piezas más elaboradas.
Dos años después nació su hijo, Lázaro. Almudena dedicó todo su tiempo al pequeño, trabajando solo esporádicamente desde casa, haciendo ropa sencilla. Quería que su hijo creciera inteligente. El salario de Pedro se volvió razonable, suficiente para comprar pan y mantequilla, aunque él seguía sin tiempo para su propia tesis. ¿Para qué pensar en la gran ciencia cuando hay que alimentar a la familia?
Los años pasaron uno tras otro. Lázaro terminó el colegio con una medalla de oro, ingresó en la Universidad Complutense y se mudó a Madrid para seguir sus estudios. Le resultaba fácil aprender, soñaba con seguir los pasos de su padre y ser científico, aunque eligió otra rama. Pedro, orgulloso, contaba a todos sus logros.
Mirad al hijo que ha criado, pronto será académico decían los colegas, sonriendo sin malicia. Deberías pensar en tu propia tesis, ya es hora.
Ya es tarde para mí respondía Pedro, encogiéndose de hombros.
Mejor tarde que nunca, y encima tienes ya tanto material. No dejes que se pierda.
Así Pedro decidió, a regañadientes, redactar el borrador de su tesis. Almudena, como una gallina incansable, le barría el polvo, le llevaba el café, le quitaba cualquier distracción. Pedro, que ya hacía poco trabajo doméstico, dejó de sacar la basura por la mañana y ni siquiera calentaba la cena; su esposa le prohibía siquiera meter un plato de sopa en el microondas para que no se interrumpiera su genio.
Al principio esa atención le impulsó. Pedro pasaba largas noches frente al ordenador, pero el progreso era escaso. Cada cálculo tenía que rehacerse, cada tabla, volver a formatearse. Su frustración creció y empezó a desahogarse contra Almudena.
¿Por qué siempre sirves la misma sopa de guisantes? preguntó, cuando ella puso un cuenco en la mesa. ¡No se puede comer lo mismo todos los días!
¿Lo mismo? se ofendió Almudena. Lo preparé ayer. Antes había sido caldo.
No, ayer era guisantes insistió Pedro.
Vale, entonces anteayer. De todas formas intento variar, ya sabes.
¡Mejor varía!
Almudena frunció los labios y se retiró a otra habitación.
Con cada día, Pedro se volvía más caprichoso, como un niño pequeño. A veces se quejaba del té frío, otras del pantalón mal planchado.
¿Por qué está tan frío el té? siseó Pedro, sin apartar la vista del monitor. Almudena, intentando agradarle, le llevó la taza, pero pronto se arrepintió. ¡No voy a beber té helado! ¡Sabe a…! exclamó. Calienta en el microondas sugirió ella.
Cuanto más insolente se volvía Pedro, menos ganas tenía Almudena de complacerlo. La gota que colmó el vaso fue un encargo grande: dos clases de estudiantes habían pedido delantales para sus ceremonias de graduación. Era un pedido sencillo, pero ella quería hacerlo perfecto, porque para esas niñas el día era importante. Imaginaba a las pequeñas en delantales blancos y lazos, y sonreía, recordando su propia infancia. Así que se entregó al trabajo.
Un día, mientras planchaba, cocinaba y cosía, encendió la tele para ver su programa culinario favorito.
¿Puedes bajar el volumen? gritó Pedro a los cinco minutos, irritado. No puedo concentrarme, la tele me molesta.
Almudena redujo el sonido. ¿Cómo escuchó Pedro la tele a través de la puerta cerrada? Un misterio.
Cinco minutos después volvió a protestar:
¡Te lo dije! ¡Baja el volumen!
Ya lo hice, Pacho.
Al instante, Pedro se acercó, tomó el control y lo bajó casi a cero.
¡Tus programas son una basura! Sólo los idiotas los ven.
¡Es mi programa favorito! bufó Almudena, intentando recuperar el mando. ¿Qué haces? ¿Por qué lo apagaste?
Se puede ver sin sonido replicó él, con aire despreocupado. Sólo cambian las imágenes, ¿no es suficiente?
¡Quiero sonido!
La tele grita, no se puede pensar. Mejor mira algo inteligente, no esas tonterías. ¡Tienes una cabeza de guisante!
¡Estoy exhausta y solo quiero relajarme! ¡Déjame en paz!
¿Por qué estás cansada? No trabajas, solo cocinas. Mejor lee un libro, así crecerás.
Almudena apretó los labios, herida. El eco de eres tonta resonaba.
Cuando Pedro finalmente defendió su tesis, la relación se volvió más tensa. Él repetía que Almudena no estaba a su nivel intelectual; era la piedra que los separaba.
* * *
Una tarde, Almudena arruinó un pastel mientras Pedro estaba de malos humores.
¿Qué es esto, carbón? espetó Pedro, tirando una porción al suelo. En efecto, la base estaba negra.
Lo quemé, me distraje suspiró Almudena, lamentándose. Quería un pastel de cereza y, al intentar rescatarlo, lo quemó un poco.
¿Olvidaste? ¿Te has vuelto una lechuza?
Me enredé. Tengo un pedido de sudaderas. Estoy cosiendo
Mejor cocina bien, no quemes los pasteles. Estos encargos no dan dinero, solo te distraen. Deberías leer más, abrir tu horizonte.
Paso la mitad de mi vida cosiendo protestó Almudena, herida y al menos gano algo. Son pequeños trabajos, pero me hacen feliz. Si buscara más pedidos, ganaría bastante.
¿A quién le sirven esas ropas? ¿A tiendas? replicó Pedro, burlón.
Sé coser bien, de buena tela. En las tiendas cuesta lo mismo, pero la calidad es peor
¿Y para quién son esos chándales? hizo una mueca despectiva ¿para ir a la playa?
La juventud los lleva. Una amiga de mi hija me propuso montar mi propio taller. Los chándales de esa tela están caros en las tiendas. Quiero crecer, y
¿No se te ocurre nada más? casi se ríe Pedro. ¡Mira que empresaria te has convertido!
Mi amiga dice
Tus amigas son unas tazas, y tú te comparas con ellas. Mejor lee libros.
¿Sabes qué? estalló Almudena ¡Yo misma me encargo! Ya no soy una niña. Si quiero, abriré mi propia costurera. ¿Crees que no podré?
Lo dudo. Un 95% de probabilidades de que falles.
¿En serio? bufó Almudena. Gracias por la confianza.
Miró el pastel, luego a Pedro, y dijo:
Si no te gusta, no lo comas. Lava los platos tú mismo. Yo soy una tonta, con una cabeza de guisante. Mejor leeré.
Ese discurso encendió en Almudena una llama: demostrar que podía lograrlo, primero para sí misma y después para Pedro. El hijo ya era mayor; era hora de vivir para ella y hacer lo que no había podido en su juventud.
Durante unos meses ahorró lo que ganaba para publicidad. La hija de la amiga le prometió ayudar a publicar anuncios en Internet. Al principio nada despegaba.
¿Qué, el negocio no despega? se burló Pedro. Almudena guardó silencio.
Poco a poco empezó a entrar trabajo. Primero pedidos sueltos: mamás en paro, gente que quería ropa cómoda. Después, la hija de la amiga se encargó de fotos, redes y gestión. Almudena, a veces, modelaba sus propias creaciones, mostrando cómo quedaban en mujeres de distintas edades y tallas. Todo el proceso la hacía sentir viva.
¿Qué, otra vez en la máquina? se rió Pedro al volver del instituto. Almudena, efectivamente, estaba con la máquina de coser; una familia había pedido varios trajes para un gran evento.
Hay comida en la nevera dijo Almudena. ¿La calientas o necesitas ayuda?
Pedro bufó, ofendido.
* * *
Almudena disfrutaba trabajar por cuenta propia. Los meses no eran todos abundantes, pero los pedidos se hacían constantes y el dinero empezaba a ser palpable.
Muy pronto ganarás más que yo bromeaban sus amigas.
Almudena no se hacía la humilde.
Una noche, Pedro llegó del trabajo y encontró en la nevera solo un plato de albóndigas.
¿No hay cena? se quejó, entrando en la zona que antes fue la guardería, ahora convertida en su taller.
Sólo albóndigas, sin acompañamiento. Si quieres, compra pan o haz una tortilla rápida.
Pedro no quiso mover ni un dedo de la máquina. Observó a su esposa y, acercándose, examinó el puño que ella cosía. Almudena se quedó mirando.
Siempre gastas el tiempo en tonterías en vez de alimentar al marido.
Cociné albóndigas. Si tú cocinaras a veces, no habría problema. Yo tengo más trabajo ahora que tú.
¿Y para qué me sirve una esposa así? ¿Cosas de moda o?
Ya me cansé de tus comentarios condescendientes. No me molesten, estoy ocupada. No te interpones en mi tesis, y tú no en la mía.
¡Yo también! Comparar una tesis con trapos
Cada cual con su cosa encogió los hombros Almudena.
Tal vez Pedro no hubiera reconocido el éxito de su mujer si no fuera por un incidente. En la fiesta de fin de año del instituto, Almudena apareció con un vestido de su propia confección y se convirtió en la estrella de la noche. Los hombres la elogiaron, algunas mujeres también, otras la envidiaron. Cuando le preguntaban de dónde sacaba aquel traje, Almudena, sin timidez, hablaba de su pequeño taller y mostraba el número de su tienda en el móvil. Las compañeras se quedaban indiferentes, pero las jóvenes del laboratorio pedían el enlace para ver los precios.
Tu esposa es toda una empresaria comentó un colega, mientras Pedro se quedaba en un rincón con semblante abatido. Al menos te mantendrá en la vejez.
Sí, ya tienes tu empresaria murmuró Pedro, mirando con una mezcla de resignación y orgullo cómo Almudena describía sus diseños.
Así, en aquel congreso, Almudena causó furor. Algunos colegas, después, preguntaron a Pedro por el taller. Al principio le molestó, pero luego sintió una extraña satisfacción: su mujer verdaderamente era una mujer de negocios.
Desde entonces Pedro toleró más el trabajo extra de Almudena. Cuando ella contrató a una joven costurera como ayudante, no pudo negar que ahora su esposa tenía un negocio completo.
¿Dudabas de mí? sonrió Almudena, sin malicia.
Su éxito impresionó a Pedro, aunque nunca lo admitiera públicamente. Ya no la llamaba tonta ni la molestaba. Incluso se sentaba a pelar patatas cuando veía que la nevera solo tenía albóndigas, y la sombra de la tesis ya no pesaba sobre él.







