Demasiado tiempo viviendo para los demás… ¡Es hora de elegir por mí misma!

Demasiado tiempo he vivido para los demás… Ahora elijo ser yo.

A veces, una persona despierta en medio de la monotonía y comprende, de repente, que las voces ajenas resonaron en su cabeza más fuerte que la propia durante demasiado tiempo. Así me ocurrió a mí. Me llamo Isabel, tengo cuarenta y cinco años, vivo en Valladolid, y, por muy trillado que suene, solo ahora he entendido que casi medio siglo he existido bajo las reglas de otros. No las mías. Y el dolor que esto causa es denso, opaco, constante.

Hace poco me encontré con Lucía, una amiga de la infancia. No nos veíamos desde hacía diez años, y aquel reencuentro fue un detonante, un empujón hacia la reflexión. Hablamos durante horas—de la vida, de los hijos, de las decepciones. Y entonces me escuché a mí misma: una mujer que no vive como desea, sino como le han ordenado. Y que ya no lo tolera.

Todo empezó en la niñez. Mis padres—rectos, estrictos, testarudos—siempre supieron qué era lo correcto para mí. Decidían todo: con quién juntarme, qué estudiar, a qué dedicarme, a quién escuchar. Soñaba con ser abogada, pero ellos insistieron en que Filología Hispánica era mejor. Un día, sin consultarme, presentaron mis documentos en la universidad.

Entré. Y desde entonces, paso a paso, seguí un camino ajeno. Estudié sin pasión, sin ganas. Aprobé exámenes sin entender para qué. Pero mis padres estaban orgullosos. Era “la hija aplicada con carrera universitaria”.

También me consiguieron trabajo—como profesora de lengua en un instituto. Me estremecía pensar que pasaría la vida explicando sintaxis a adolescentes que ni siquiera levantaban la vista. Pero acepté. Porque siempre obedecía.

Luego apareció Javier. Colega del instituto. Profesor de educación física. Me pidió matrimonio, y acepté. No por amor, sino para escapar del control de mis padres. Creí que con él sería libre. Pero me equivoqué. Solo cambié de jaula.

Con Javier la vida fue dura. Era brusco, déspota, intolerante. Para él, yo era la criada, la cocinera, la mujer a su disposición. Cada vez que intentaba hablar de respeto o libertad, se burlaba. Aguante. Porque no sabía hacer otra cosa. Porque desde niña me enseñaron: calla, no discutas, adaptate.

Mi única luz fue mi hija. Mi salvación, mi respirar. Le di todo lo que a mí me negaron: cariño, apoyo, libertad. La crié pensando: “Que no repita mi vida”. Cuando estaba en primaria, empecé a ahorrar a escondidas, guardando euros bajo el colchón, para darle un futuro.

Tras la ESO, la envié a estudiar a Irlanda. No fue fácil. Di clases particulares, cosí de madrugada, me privé de todo, pero valió la pena. Ahora es universitaria en Dublín. Fuerte, inteligente, independiente. Y le digo: “Quédate, vive como quieras”. Por eso resistí.

Mi tía Carmen fue mi apoyo—la única que me entendía. Sin hijos propios, fue mi ángel silencioso.

Y ahora… ahora me miro al espejo y, por primera vez en cuarenta y cinco años, me pregunto: ¿Qué QUIERO YO? No mis padres. No mi marido. No la sociedad. Yo.

Y sé la respuesta. Quiero libertad. Vivir en calma, leer mis libros, trabajar donde me plazca, no donde me manden. Volver a bordar tapices, como en mi juventud. Alquilar un piso, dejar a Javier, empezar de cero. No quiero ser más la sombra de nadie.

Ahora busco trabajo. Miro anuncios de pisos. Lentamente, pero con firmeza, construyo mi camino. No seré más víctima. No permitiré que nadie dicte mi vida. Si alguien pregunta si me arrepiento… sí. Pero no por querer marcharme. Sino por no haberlo hecho antes.

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