¿Demasiado tarde para la felicidad? No, justo a tiempo…

¿Demasiado tarde para la felicidad? No. Justo a tiempo…

Cuando Isabel se mudó a un pequeño pueblo en Castilla, nunca imaginó que allí comenzaría un nuevo capítulo de su vida. La casita le había llegado por herencia de una prima lejana: vieja, con una terraza desvencijada. Pero desde el primer día, Isabel decidió que la reformaría, empezaría de cero. Soñaba con un hogar acogedor donde resonaran risas, oliera a cocido y reinaran la paz y la calidez.

Un día, mientras terminaba una ampliación, vio a una mujer que caminaba desde la parada del autobús. Alta, esbelta, con cierto porte urbano. «Vaya mujer…», pensó Isabel. Era Marta, su vecina.

Más tarde, se encontraron por casualidad en la tienda del pueblo.
—He oído que eres Isabel. Yo soy Marta —dijo, tendiendo la mano.
Así comenzó su amistad. Marta cautivó a Isabel enseguida: inteligente, amable, serena. Al principio hablaban como vecinas, luego cada vez más, hasta que un día Isabel se reconoció a sí misma: estaba enamorada.

Marta era tres años mayor. Ya tenía cincuenta y ocho años. Había vivido una vida difícil: trabajó, crió sola a su hijo porque con el padre no prosperó. El hijo creció, se fue a estudiar, se casó y ahora vivía con su familia en otra provincia. La nieta ya tenía cinco años, pero apenas los visitaban…

Marta solía sentarse junto a la ventana y recordar su infancia. Su familia era numerosa: seis hijos, los padres y la abuela. La casa era diminuta, casi no había dinero. Tampoco juguetes. La abuela cocinaba, lavaba y cuidaba a los pequeños mientras los padres trabajaban en el campo.

El padre era carpintero, traía dinero, pero a menudo llegaba borracho. La madre discutía con él, pero nunca maltrató a los niños. Cuando Isabel estaba en tercer curso, su padre murió de repente. Poco después, la abuela también falleció. La madre se quedó sola con seis hijos.

Desde entonces, la infancia de Isabel terminó. Se convirtió en la cuidadora de los menores: cocinaba, limpiaba, olvidando amigas y juegos. Una vez, en la escuela, se cayó del granero y se lastimó el brazo. Los médicos nunca lograron arreglarlo del todo. Desde entonces, su mano izquierda no respondía bien. Le costaba trabajar en casa, pero nunca se quejaba.

En el internado donde estudió después de los catorce años, cambió por completo. Allí la elogiaron por primera vez, hizo amigas, se sintió valorada. Le encantaba coser: trabajaba con una sola mano, pero todo le quedaba perfecto. Los profesores no daban crédito, las compañeras admiraban su talento. Dos veces al año volvía a casa con regalos hechos por ella para su familia.

En segundo año, Isabel se enamoró de Javier. Era atento, divertido. Ella ya imaginaba casarse con él… Pero cuando se lo contó a su madre, esta respondió fríamente:
—¿Qué futuro vas a tener? Con ese brazo. Acabarás sola.

Las palabras le dolieron profundamente. Poco a poco, Javier se distanció. Tras graduarse, Isabel encontró trabajo, pero la empresa cerró. Tuvo que volver al pueblo. Y entonces comenzó su verdadera vida.

Su vecino resultó ser Alejandro: viudo, llegado de otro pueblo. Alto, fuerte, de ojos bondadosos. Empezó a cortejarla con insistencia, pero con delicadeza. Nunca mencionó su brazo, nunca la miró con lástima.

Al año, le pidió matrimonio. Ella lloró de felicidad: no creía que fuera posible. Que alguien pudiera amarla así, sin condiciones.

Pasaron muchos años. Construyeron una casa acogedora, criaron a un hijo, superaron dificultades. Ahora Isabel prepara cocido por las tardes y espera a que Alejandro vuelva del campo.

Esa noche, él entró por la verja cansado, pero sonriendo:
—Ya terminó la siembra. Ahora podemos vivir para nosotros.

Ella solo arregló el paño de la cocina y respondió en voz baja:
—Yo siempre he vivido para ti…

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