¿Demasiado tarde para ser feliz? No. Justo a tiempo…
Cuando Vera se mudó a un pequeño pueblo en Castilla-La Mancha, jamás imaginó que allí comenzaría un nuevo capítulo de su vida. La casita le llegó por herencia de una prima lejana: vieja, con el porche torcido. Pero desde el primer día, Vera se dijo: la reformaré, empezaré de cero. Soñaba con un hogar cálido donde se escucharan risas, oliera a cocido y reinara la paz de lo cotidiano.
Un día, mientras terminaba un arreglo, vio a una mujer caminando desde la parada del autobús. Alta, elegante, con ese aire de ciudad. «Vaya mujer…», pensó Vera. Era Olga, su vecina.
Más tarde, se encontraron por casualidad en la tienda del pueblo.
—Creo que eres Vera, ¿no? Yo soy Olga —dijo, extendiendo la mano.
Así comenzó su amistad. Olga la conquistó rápido: inteligente, amable, serena. Primero fueron vecinas, luego algo más, hasta que Vera admitió lo obvio: estaba enamorada.
Olga era tres años mayor. Tenía cincuenta y ocho y una vida de lucha: trabajó, crió sola a su hijo porque el padre no estuvo. El chico ya era adulto, estudiaba fuera, se casó y vivía en otra provincia. La nieta tenía cinco años, pero apenas los visitaban…
Olga pasaba horas en la ventana recordando su infancia. Familia numerosa: seis hermanos, sus padres y la abuela. La casa era minúscula, el dinero escaseaba. No hubo juguetes. La abuela cocinaba, lavaba y cuidaba a los pequeños mientras sus padres trabajaban en el campo.
El padre era carpintero, traía dinero, pero también llegaba borracho. La madre se peleaba con él, aunque nunca maltrató a los niños. Cuando Vera estaba en tercero, su padre murió de repente. Poco después, la abuela también. Su madre se quedó sola con seis hijos.
Ahí terminó la infancia de Vera. Se hizo niñera de los pequeños: cocinaba, limpiaba, olvidando amigas y juegos. Un día, en el colegio, se cayó del granero y se lastimó el brazo. Los médicos no lo arreglaron del todo; desde entonces, su mano izquierda no respondía bien. El trabajo en casa se hizo más duro, pero jamás se quejó.
En el internado, tras terminar la primaria, Vera floreció. Por primera vez la elogiaron, hizo amigas, se sintió valiosa. Adoraba coser: trabajaba con una mano, pero todo le salía perfecto. Los profesores no lo creían, sus compañeras la admiraban. Dos veces al año volvía a casa con regalos confeccionados por ella.
En segundo año, Vera se enamoró de Andrés. Era atento, divertido. Ella ya soñaba con casarse… Pero cuando se lo contó a su madre, esta respondió fría:
—¿Qué futuro tienes? Con el brazo así. Acabarás sola.
Las palabras le dolieron. Con el tiempo, Andrés se alejó. Tras graduarse, Vera encontró trabajo, pero la empresa quebró. Volvió al pueblo. Entonces comenzó su verdadera vida.
Su vecino era Iván, viudo, recién llegado de otro pueblo. Alto, fuerte, de mirada amable. Empezó a cortejarla: insistente pero delicado. Nunca mencionó su brazo, nunca la miró con lástima.
Un año después, le pidió matrimonio. Ella lloró de felicidad; no podía creer que alguien la amara así, sin condiciones.
Pasaron los años. Construyeron un hogar acogedor, criaron un hijo, superaron tempestades. Ahora Vera cocina cocido por las tardes y espera a que Iván vuelva del campo.
Esa noche, él entró por la verja cansado pero sonriente:
—Terminó la siembra. Ahora a vivir un poco.
Ella solo ajustó el trapo sobre la olla y murmuró:
—Yo siempre he vivido por ti…