«Demasiado tarde para el perdón: el anciano buscó el perdón de su hija, a la que abandonó antes de su nacimiento»

El anciano se dejó caer pesadamente en un banco frío de la plaza frente a un club abandonado. Sus manos temblaban mientras sujetaba unos guantes desgastados, y sus ojos escudriñaban los rostros de los transeúntes como si buscara a alguien. Pasó por allí una mujer bajita, de pelo gris recogido en un moño pulcro y un bolso al hombro. Al verla, el viejo se incorporó y murmuró:

—María… María Luisa… Espera un momento.

La mujer se detuvo, entrecerró los ojos y, al reconocer en aquel rostro arrugado los rasgos del hombre que antaño fuera apuesto y seguro, apretó los labios:

—Vaya sorpresa. ¿Qué haces aquí, Martín?

—Yo… quería hablar. Pedirte perdón. Explicar.

—¿Explicar? —La voz de María Luisa tembló—. ¿Después de cuarenta años? ¿Crees que tengo la memoria corta? ¿Que lo he olvidado todo?

—Solo quiero que tú… que ella… me escuche. Aunque no me perdone. Lo entiendo. Es solo que… antes de morir, quisiera ver a mi hija al menos una vez. Que sepa que tuvo un padre. Que existo.

María Luisa guardó silencio. Luego, apretando los puños, susurró:

—Jamás le he dicho quién es su padre. Para ella, tú no eres nadie. Pero tenlo claro: su reacción puede ser cualquiera.

—Estaré aquí mañana. Si decide venir… la esperaré.

Hubo un tiempo en que Martín Delgado era el galán del barrio en aquel pueblo textil cerca de Burgos. Alto, de ojos vivos y sonrisa pícara, cortejó a una joven María Luisa con esmero: la esperaba a la salida de la fábrica, le llevaba flores, la hacía rabiar con historias de “las costureras que caían como moscas”. Ella se resistió al principio, pero al final se enamoró.

Hasta que todo se vino abajo. Martín desapareció de repente. Meses después, María Luisa se enteró de que se había casado. Con la hija del dueño de la taberna del pueblo. Rica, con un piso heredado, un futuro asegurado. Cómodo. Y ella se quedó sola. Poco después, supo que llevaba una hija en el vientre.

No le contó a nadie. Dio a luz a una niña, Lola, y siguió adelante. El padre nunca apareció. Nunca preguntó. María Luisa cargó con su maternidad con dignidad, sin reproches, sin humillarse, simplemente intentando ser fuerte.

A Martín le fue peor. Su mujer resultó ser estéril. Enfermó. La casa se llenó de silencio y un aire denso. Paseaba por las calles, observando de reojo a los niños, buscando algún parecido. Un antiguo conocido se le escapó, y Martín supo: Lola era suya.

Pero los años pasaron. Lola creció, se casó, tuvo una hija. Su padre no fue invitado a la boda. Intentó enfadarse, buscar culpables, pero al final siempre quedaba solo, su propia condena.

Al día siguiente, María Luisa volvió. Esta vez, no estaba sola. A su lado caminaba una mujer de treinta y tantos, elegante, con la espalda recta. Era Lola.

Martín se levantó de un salto, como si le hubieran quitado diez años. Sus ojos brillaban. Se acercó tímidamente:

—Lola… Yo… soy tu padre. Lo siento. No merezco ni estar aquí, pero… gracias por venir.

Lola guardó silencio. Lo observó con atención. No había odio en su mirada, solo cansancio y cautela. Lo invitó a su casa.

El piso era luminoso, acogedor. En las paredes, fotos familiares; en el aire, olor a bizcocho de manzana. Martín, sentado al borde de la silla, tomó un té y habló tonterías para disimular la incomodidad. Lola lo miraba como a un espectro que siempre había estado presente, pero jamás había sido real.

—Si necesita algo… ayuda, medicinas —dijo de pronto—, solo tiene que decirlo.

—No… gracias —desvió la mirada—. En toda mi vida… nunca he hecho nada por ustedes. Ni un miserable euro.

Entró una niña pequeña: su nieta. Lola la presentó:

—Esta es tu nieta. El abuelo Martín.

La niña murmuró algo, se refugió junto a su abuela y salieron al parque. Quedaron solos.

—Quiero… dejaros mi casa. En el pueblo. Es pequeña, pero sólida.

—Gracias, pero no la necesitamos —respondió Lola con calma—. No se ofenda, pero no nos hace falta.

Martín entendió. Se levantó, dio las gracias por el té, pidió una foto de su nieta y se marchó. El marido de Lola le ofreció llevarlo en coche. Durante todo el trayecto, Martín guardó silencio, apretando la foto entre sus manos. Y lloró.

Cuando llegó a su casa, una humilde casita en las afueras de Guadalajara, abrió la mano y vio lo que había escrito al dorso de la imagen:

*”Para papá. De Lola.”*

Y entonces comprendió que, quizá, el perdón había empezado. Aunque el tiempo para sentirlo ya escaseaba.

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«Demasiado tarde para el perdón: el anciano buscó el perdón de su hija, a la que abandonó antes de su nacimiento»