**Demasiado tarde para el perdón**
Valentina Serrano estaba junto a la ventana, observando al conserje que barría las últimas hojas amarillas. El octubre de ese año había sido lluvioso, y el follaje se pegaba al asfalto mojado, como si no quisiera separarse de la tierra. En sus manos tenía un papel arrugado que la vecina le había entregado una hora antes.
—Valentina, vino una mujer a buscarte —dijo Carmen López, extendiendo el trozo de papel—. Dijo que era urgente. No esperó, se fue corriendo.
En la nota, con una letra torpe, decía: *«Mamá te espera. Ven pronto. Está muy mal. Nadia»*.
Valentina reconoció la letra al instante. Su hermana menor, Nadia, siempre había escrito como un médico recetando. En el colegio, los profesores la regañaban por eso, pero ella se encogía de hombros y decía que no pensaba ser escritora.
—¿Qué pasa, Vale? Estás pálida —se preocupó la vecina.
—Nada importante —respondió Valentina con sequedad, cerrando la puerta.
Ahora, con la nota en la mano, no sabía qué hacer. Su madre… ¿Cuántos años habían pasado desde su último encuentro? ¿Ocho? ¿Diez? Después de aquella terrible pelea, no habían hablado ni se habían visto. Valentina incluso le había prohibido a Nadia mencionarla en sus visitas.
—Que piense que solo tiene una hija —decía entonces—. Si así lo quiere, así será.
Todo había comenzado por una tontería. Su madre quería vender la casa del pueblo, aquella en la que ellas habían crecido, donde pasaron su infancia. La casa era herencia de la abuela, y cada hermana tenía derecho a la mitad. Pero Valentina se oponía rotundamente.
—¿Mamá, entiendes lo que estás haciendo? —gritó ella en la cocina de su pequeño apartamento—. ¡Es nuestra historia! ¡Ahí papá cultivaba el huerto, ahí jugábamos al escondite con Nadia!
—Valentina, no te alteres —respondió su madre, cansada—. La casa se está cayendo, el techo gotea. No hay dinero para repararla, y hay que pagar impuestos. Mejor venderla mientras tenga algún valor.
—¡A mí no me importa el dinero! —golpeó la mesa con el puño—. Si vendes esa casa, para mí morirás.
Su madre la miró largo rato, con tristeza, y finalmente dijo en voz baja:
—Bueno, Valentina. Es tu derecho.
Y la vendió. Sin el consentimiento de Valentina, todo lo arregló a través de Nadia. Le dio el dinero a su hija menor con las palabras:
—Que ahorre para un piso. No puede estar siempre de alquiler.
Valentina se enteró por casualidad, al encontrarse en el autobús con una vecina del pueblo.
—Ay, Vale, ya derribaron vuestra casa —comentó alegre la tía Rosario—. Los nuevos dueños araron el terreno para patatas. Dicen que construirán una casa de campo.
Esa noche, Valentina fue a casa de su madre y soltó todo lo que pensaba. Las palabras fueron crueles, sin perdón. Su madre lloraba en silencio mientras su hija gritaba, liberando todo el dolor acumulado.
—¡Me has traicionado! ¡Has traicionado la memoria de papá! —lloraba Valentina—. ¡Por dinero! ¡Por esa Nadia, que solo sabe pedir!
—Valentina, detente —susurraba su madre—. Te lo ruego…
—¡No quiero saber más de ti! ¿Me oyes? ¡Para mí ya no existes!
Y se fue, cerrando la puerta con tal fuerza que temblaron los cristales.
Luego vinieron meses de silencio. Nadia intentó reconciliarlas, llamando, yendo a visitarla, rogando.
—Vale, ¿hasta cuándo vas a actuar como una niña? Mamá llora todos los días. Dice que lo hizo por nosotras, por sus hijas. Quería que tuviéramos un hogar.
—Que llore —respondía Valentina fríamente—. Debía haber pensado antes.
—¿Cuánto tiempo más? ¡Una casa es solo una casa! ¡Pero mamá es única!
—¡No tenía derecho! —elevaba la voz Valentina—. ¿Entiendes? ¡No tenía derecho a decidir sin mí!
Nadia se ofendía y se iba. Y Valentina se quedaba sola con su orgullo y su dolor.
Pasaron los años. Valentina se casó, tuvo un hijo, Pablo. Su esposo a veces mencionaba que sería bueno conocer a su familia.
—No tengo familia —respondía ella—. Soy huérfana.
Luis no insistía. Él mismo tenía una familia complicada y entendía que no todos los parientes traen alegría.
Pablo creció sin abuela ni tía. Cuando preguntaba por qué no tenía abuela como los demás niños, Valentina le decía que vivía muy lejos y no podía visitarlos.
—¿Y por qué no vamos nosotros? —insistía el niño.
—Porque no quiere vernos —respondía su madre, cambiando de tema.
Nadia intentó ver a su sobrino varias veces. Lo esperaba en la escuela, le llevaba regalos. Pero Valentina le prohibió a su hijo hablar con ella.
—Mamá, es muy buena —decía Pablo después de una de esas visitas—. Me compró un helado y me contó historias divertidas.
—No hables más con ella —le ordenó Valentina—. Es una mala mujer.
—¿Por qué?
—Porque lo digo.
El niño no entendía, pero obedecía. Y Valentina llamaba a Nadia para pelear.
—¿Cómo te atreves a acercarte a mi hijo? ¿No tienes los tuyos y ahora corrompes a los ajenos?
—¡Vale, es mi sobrino! —lloraba Nadia—. ¡No soy una extraña para él!
—¡Sí lo eres! ¡Para nosotros sois todos extraños! ¡Olvida el camino a mi hijo!
Y Nadia dejó de aparecer.
Ahora, Valentina miraba la nota y sentía un nudo en el estómago. *Muy mal*… ¿Qué significaba? ¿Estaba enferma? ¿O ya…?
Marcó el número de Nadia. No contestaron de inmediato.
—¿Diga? —la voz de su hermana sonaba agotada.
—Soy yo.
Silencio. Luego, un suspiro.
—¿Recibiste mi nota?
—¿Qué le pasa a mamá?
—Un derrame cerebral. Lleva tres días en la UCI. Los médicos dicen… —la voz de Nadia tembló— que no hay mucho esperanza.
Las piernas de Valentina flaquearon. Se dejó caer en una silla.
—¿Cuándo pasó?
—Anteayer por la mañana. La vecina la encontró en la cocina. Menos mal que yo tenía llaves. Vale, no para de decir tu nombre. Inconsciente.
—No… no sé qué hacer…
—Ven. Por favor. Quizá sienta que estás cerca.
Valentina colgó y permaneció en silencio. Recuerdos desordenados invadieron su mente. Su madre cantándole una canción de cuna, curándole las rodillas raspadas, llorando por una carta del frente, riendo mientras ellas representaban una obra casera.
—¡Mamá, ya llegué! —Pablo entró corriendo, despeinado y sonriente—. ¿Por qué estás triste?
Valentina lo miró. A sus quince años, a veces aún le parecía aquel niño al que protegía del mundo.
—Pablo, siéntate. Tengo que contarte algo.
El chico se inquietó. Ese tono serio nunca anunciaba nada bueno.
—¿Qué pasa?
—Tienes abuela.
Pablo abrió los ojos como platos.
—¿Cómo? Siempre dijiste…
—Mentí. Tienes abuela y tía. No he hablado con ellas en años. Por mi culpa.
—No entiendo.
Valentina abrazó a su hijo y, con lágrimas en los ojos, comprendió que el orgullo no valía más que el amor que había perdido.