Lo comprendí demasiado tarde: solo cuando mi marido cayó gravemente enfermo, me di cuenta de cuánto lo amaba.
Cuando me casé con Javier, tenía solo veinticinco años. Acababa de terminar mi carrera y tenía todo un camino por delante. Me sentía segura de mí misma, orgullosa de mi inteligencia y apariencia, y siempre creí que podría elegir al hombre que quisiera. Ellos revoloteaban a mi alrededor, como polillas en torno a una llama, y yo veía que me deseaban. Gustaba, me querían, me halagaban.
Javier era uno de ellos. Un poco torpe, tímido, pero increíblemente bueno, atento, con ojos llenos de devoción. Literalmente me seguía a todas partes, cumpliendo todos mis caprichos, soportando hasta mis ironías. Recuerdo que una vez estábamos cenando con amigos, tomé de más y no me negué cuando él sugirió ir a su casa. Esa noche yo estaba tensa, irritada, y él consiguió calmarme. En ese momento pensé que sería solo una vez.
Pero las cosas no fueron así. Un mes después, me di cuenta de que estaba embarazada. Javier, al saberlo, brilló de felicidad. De inmediato me pidió matrimonio, y yo… acepté. Aunque, para ser honesta, me imaginaba a mi lado a un hombre completamente diferente: seguro, audaz, brillante. Y Javier era demasiado suave, demasiado cómodo. Pero sentía que si el destino lo había dispuesto así, debía ser por algo.
Nos casamos, me mudé con él y pronto nació nuestro hijo. Javier me trataba como una reina, en el sentido literal. No me permitía cargar nada pesado, me colmaba de regalos, cocinaba, limpiaba, cuidaba del bebé. Me sentía como en una cálida y acogedora jaula, de la que no quería salir, pero algo dentro de mí deseaba otra cosa.
Cuando nuestro hijo no había cumplido un año, volví a quedar embarazada. Al principio me asusté, pensé en abortar, pero mi madre me convenció: “Ténlo, deja que crezcan juntos. Ahora es difícil, pero luego será más fácil”. Le hice caso. El segundo embarazo transcurrió ya de manera familiar, y Javier seguía siendo tierno y atento. Nunca me levantó la voz, no me impidió salir con amigas, no me controló ni me reprochó. Siempre estaba a mi lado.
Pero en el fondo, me faltaba pasión. Esa misma pasión sobre la que escriben en los libros y cantan en las canciones. No pude controlarme y, en más de una ocasión, me permití tener romances fuera. Cortos, fugaces, con aquellos que encendían una chispa pero no daban calor. Siempre volvía a casa, porque solo al lado de Javier me sentía verdaderamente protegida. Él sospechaba. Seguramente sabía. Pero nunca dijo una palabra. Simplemente… siguió amándome.
El tiempo pasó. Los niños crecieron. Vivíamos como miles de familias, y yo no reflexionaba mucho al respecto. Pensaba que había aceptado un compromiso: sí, podría haber estado con alguien más llamativo, exitoso, apasionado… pero elegí estabilidad. Tranquilidad. Familia.
Luego, Javier enfermó.
Al principio, no parecía nada serio. Un resfriado, debilidad. No prestamos atención. Pero, unas semanas después, comenzó a perder fuerzas rápidamente. Análisis, exámenes, médicos. Y un diagnóstico devastador: cáncer.
El mundo se derrumbó.
No recuerdo cómo estuve en aquella sala del hospital, escuchando al médico, ni cómo caminé por la calle sin sentir el suelo bajo mis pies. Solo en ese momento comprendí lo mucho que significaba para mí. Cuánto lo amaba. Cuánto miedo tengo de perderlo. Qué imposible es imaginar mi vida sin él.
Desde entonces, no me he separado de su lado. Hospitales, clínicas, procedimientos. Le sostenía la mano cuando tenía dolor. Le limpiaba la frente cuando le subía la fiebre. Le acariciaba la espalda cuando no podía dormir. Y cada vez mi interior gritaba: “¡Dios mío, por favor, que sobreviva!”
Imploraba a Dios, al destino, al universo, a quien fuera. Solo quería que se quedara conmigo. Me prometí a mí misma que nunca volvería a traicionarlo, que nunca miraría a otro hombre. Porque ahora lo sé: Javier es mi amor. Verdadero. Profundo. Silencioso, pero inquebrantable.
Los médicos nos dieron esperanza. Dijeron que había una posibilidad. Y luchamos. Cada día. Estoy a su lado. Soy fuerte. Soy su esposa, de verdad.
No sé qué pasará en el futuro. Pero sé con certeza que ahora estoy dispuesta a recorrer cualquier camino con él. Hasta el final. Y si algún día me toca cerrar sus ojos, lo haré con amor. Pero creo que será diferente. Creo que se recuperará. Que estaremos juntos. Que llegaremos a ver a nuestros hijos casarse, a nuestros nietos correr por la casa. Que viviré hasta el día en que, con arrugas en el rostro y cabellos canosos, él me tome de la mano y me diga: “Gracias por estar a mi lado”.
Rezo cada día. Por él. Por nosotros. Para que se me conceda un poco más de tiempo con quien amo de verdad. Aunque tarde… pero sinceramente.