Demasiado perfecta

—¿Entiendes que me molesta que tengas dinero?
—¿Que te molesta?
—¡Sí!

Valeria no contestó. Giró sobre sus tacones y se alejó en silencio, indignada. ¿Para qué discutir? Siempre había logrado todo por sí misma. En el colegio, lloraba por un ocho cuando otros celebraban un seis. Los profesores insistían: «Nadie es perfecto, Valeria», pero ella exigía la excelencia al instante.

—Sal a jugar, niña— decía su abuela Rosa mientras la veía estudiar bajo la lámpara del comedor.
—Tengo un examen mañana— respondía, ajustando su trenza oscura.

Su madre, Carmen, fruncía el ceño:
—Te quedarás ciega de tanto leer.
—¡Es que es fascinante!— replicaba Valeria, abrazando el libro.

Se graduó con matrícula de honor, entró en la Universidad Complutense y, tras terminar con brillantez, recibió dos ofertas laborales. Eligió la empresa cerca de su piso en Chamberí. Ascendió rápido, compró su propio apartamento y se mudó.

—Te echaremos de menos— sollozaba Rosa durante la despedida.
—Vivo en Madrid, abuela, no en Soria— reía Valeria, abrazándola.
—Y si aparece un novio, tráelo para que lo examinemos— advertía Rosa, guiñando un ojo—. Con tu sueldo, los aprovechados caerán como moscas.

Carmen enrojecía. Todos evitaban mencionar al padre de Valeria: un charlatán que la abandonó embarazada y acabó en prisión.

Valeria ignoró los consejos al conocer a Álvaro, pintor bohemio que malvivía en un estudio de Lavapiés. Le atrajo su romanticismo: rosas espontáneas, poemas en servilletas, noches hablando de Goya y Velázquez. Él la llamaba su musa, retratándola en lienzos que vendía irregularmente.

—Podrías exponer en galerías— le sugería ella, pagando cenas o viajes.
—Soy un pájaro libre— respondía él, evadiendo responsabilidades.

No hablaban de compromiso. Hasta que un día, paseando por el Retiro, Álvaro soltó:
—Debemos terminar. Eres… demasiado. Tienes éxito, dinero… Y yo…

—¿Te irrita mi independencia?— increpó Valeria.
—Tus zapatos valen dos nóminas mías— musitó él, evitando su mirada.

Ella se marchó. ¿Por qué no luchaba en vez de resentirse? Semanas después, Rosa preguntó:
—¿Y ese novio?
—No existe— susurró Valeria.

Pero el destino le deparó a Adrián: ingeniero metódico como ella. Juntos planificaban metas, compartían logros. Una tarde, vio a Álvaro pintando en la Plaza Mayor, demacrado, apartando la vista al reconocerla.

Valeria, con sus botines de diseñador, sonrió. «Cada cual tiene lo que se esfuerza por alcanzar», pensó. Y siguió caminando.

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