Demasiado limpio para una madre joven: lección de una suegra

Demasiado limpio para una madre joven: una lección de la suegra

Carmen Martínez entró en la casa de su nuera sin avisar. Lucía la recibió con su hija en brazos, intentando calmar a la pequeña.
—¿No duerme? —preguntó la suegra.
—No —susurró Lucía, exhausta.
—¿Y tú cuándo dormiste por última vez? —Carmen entrecerró los ojos.
—No lo recuerdo… Solo se calma en mis brazos —respondió Lucía con voz débil.
—Dame a la niña, la llevaré a dar una vuelta en el coche, se dormirá. Volveré en un par de horas. ¡Y tú descansa!

Lucía dudó, pero el cansancio la venció. Le entregó a la bebé, siguió con la mirada el coche que se alejaba y… en lugar de dormir, se puso a recoger juguetes, fregar los platos, tender la ropa, limpiar el baño y barrer el suelo. Incluso horneó un pastel de manzana. No podía recibir a su suegra y suegro con las manos vacías. Pronto volverían.

Carmen no asustaba a Lucía por ser cruel o mandona. Era una mujer de voz serena, pero firme, de mirada intensa que hacía que hasta un “gracias” sonara a orden.

Bajita, delgada, con cabello oscuro y rostro pálido, Carmen tenía una presencia que exigía respeto. Lucía siempre intentaba causar buena impresión. Hasta el embarazo se lo había contado primero a ella, antes que a sus propios padres.

Lucía se casó joven, a los veinte, con su novio de toda la vida, compañero de colegio. Las dos familias compraron un terreno y construyeron una casa para ellos. Un regalo, entregado con solemnidad:
—Que viváis felices y por mucho tiempo.

El matrimonio era sólido, pero con los suegros, aunque cordiales, siempre hubo cierta tensión. Lucía sentía que la observaban.

Tras el nacimiento de Paula, todo cambió. La niña era llorona, dormía mal, la leche no era suficiente. Lucía apenas comía, siempre corriendo de un lado a otro, agotada. Su madre y su suegra ofrecían ayuda, pero ella rechazaba con orgullo: “Debo poder sola”.

Se avergonzaba de su cansancio, limpiaba la casa antes de cada visita, incluso ordenaba los armarios, por si Carmen abría uno al azar.

Y entonces, una tarde, llegó sin avisar. Lucía, con la niña en brazos, no había limpiado nada. Platos amontonados, manchas en el suelo, ropa desordenada. Y ella, pálida, ojeroso.

Carmen lo vio todo, pero no dijo nada. Solo:
—Pasamos por el supermercado, os trajimos comida. Pan, leche, algo casero…

Y de pronto, propuso:
—Déjanos a Paula. La llevamos a pasear, se dormirá. Y tú, descansa. Nada de limpiar, ¿entendido? Solo duerme.

Lucía asintió. Pero en cuanto se cerró la puerta, en lugar de acostarse, empezó a fregar. “¡No puedo recibirlos con la casa así!”, pensaba.

Cuando Carmen y su marido regresaron, la casa relucía. Aromas a limpio y a pastel recién horneado. Todo perfecto.

Carmen entró con la niña en brazos, olió el pastel, vio el orden impoluto… y se tensó.
—No nos quedaremos a cenar —dijo, dejando a la bebé en brazos de Lucía.
—¿Por qué? —preguntó ella, desconcertada.

—Te llevamos a tu hija para que descansaras, no para que fregaras. Debes cuidarte. Eres madre, y si no aprendes a aceptar ayuda, te quemarás. Estamos aquí. No somos tus enemigos.

Carmen hizo un gesto con la mano y se fue. A Lucía se le encogió el corazón. Sintió vergüenza y dolor a la vez. Porque cada palabra de su suegra era cierta. Y esta vez, lo recordaría.

Rate article
MagistrUm
Demasiado limpio para una madre joven: lección de una suegra