Demasiado buena para el pueblo

Demasiado urbana para el pueblo

Cuando Ainhoa supo que los exámenes se alargarían, respiró aliviada. El verano anterior lo había pasado en el pueblo y la experiencia le resultó insufrible. Durante sus años de formación profesional y universidad en Madrid, viviendo con su tía Sofía, se había acostumbrado a las comodidades de la ciudad. Volver a su aldea de Castilla y León le provocaba rechazo.

La independencia, las terrazas con café de avena, las salidas de viernes noche… Nada de eso existía entre las calles empedradas de Valdehermoso. Allí, el internet fallaba más que una lavadora antigua, el transporte público era un mito y las gallinas cacareaban al amanecer como si anunciaran el apocalipsis. Hasta el aire le parecía rancio.

—¡Bienvenida, hija! —la abrazó Elena Fernández al bajarse del autobús rural, que más parecía un carro de labranza con ruedas—. ¡Este verano será maravilloso, ya verás!

—Madre, por favor… —Ainhoa esquivó otro abrazo, mirando con desdén las casas de adobe—. ¿Tres meses sin tiendas de ropa, sin cine…? Hasta el mercadillo más cercano está a veinte kilómetros.

—Aquí la gente es auténtica, no como esos urbanitas que solo hablan del tiempo —replicó Elena, cargando la mochila de su hija—. Y tranquila, que en la tele echan hasta MasterChef.

Pero Ainhoa no cedía. Los vecinos le parecían anclados en otro siglo: mujeres que aún tejían calcetines, hombres que debatían sobre la cosecha en el bar de la plaza, chicas que usaban la misma chaqueta desde la ESO. Hasta la profesora de lengua del colegio, una tal Inés, ignoraba quién era Carmen Martín Gaite.

—¿De verdad no has leído a ningún autor de la Generación del 27? —preguntó Ainhoa durante una cena de garbanzos con chorizo—. Es básico.

—Yo enseño a poner tildes, cariño —respondió la mujer, sirviéndole más pan—. Para lo demás, está Wikipedia.

Elena intervenía en cada discusión:

—No todos necesitan doctorarse para ser felices. Tú misma no distinguirías un tomate de una berenjena sin el súper.

—¡Eso no es lo mismo! —protestaba Ainhoa, mientras su madre soltaba perlas como «En pueblo chico, hasta el perro sabe de quién es el hueso».

Las semanas pasaron entre huertos polvorientos y veladas en el centro social, donde los jubilados jugaban al dominó bajo un póster de Raphael. Ainhoa aprendió a ignorar el olor a estiércol y a los primos que le preguntaban cuándo se casaría. Pero su soberbia seguía intacta.

—¿Sabes lo que me dijo el hijo de la panadera? —contó una tarde, revolviendo una paella con desgana—. Que «Netflix» le sonaba a marca de tractores.

—Y tú le soltaste un discurso sobre plataformas de streaming, ¿verdad? —Elena dejó el cucharón—. Maja, ¿cuándo entenderás que aquí valoran otras cosas? Tu abuelo levantó esta casa piedra a piedra. Tu tío cura resfriados con tomillo. Eso también es sabiduría.

—Sabiduría de la Edad Media —murmuró Ainhoa, aunque esa noche, mientras miraba las estrellas (inexistentes en Madrid), dudó. Tal vez su máster en comunicación no servía para encender una estufa de leña. Quizá, pensó mordiendo un pimiento de la huerta, la inteligencia no siempre viene con WiFi.

El último día, al despedirse, Elena le entregó un tarro de miel casera.

—Para que no olvides tus raíces, urbanita.

Ainhoa esbozó, por primera vez, una sonrisa sin ironía. El autobús arrancó entre nubes de polvo. En su móvil, una notificación de Tinder parpadeó junto al paisaje de trigales. «Quizá», pensó guardando el tarro, «las raíces y el 5G puedan convivir». O no. Pero valía la pena intentarlo.

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