Cuando Inés se dio cuenta de que los exámenes finales se prolongarían este año, sintió una gran alegría. Pasó el verano pasado en el pueblo y la experiencia no le fue nada grata. Durante sus años de estudio en la universidad, vivió con su tía en Madrid y se acostumbró tanto a la vida allí que la idea de regresar a su pueblo natal no le resultaba atractiva.
Mientras cursaba sus estudios universitarios, Inés se independizó y disfrutó de las muchas ventajas de la vida urbana. Aunque se crió en el pueblo, ahora todo le parecía torpe y absurdo allí.
Las labores domésticas, el manejo de los animales, las preocupaciones interminables y las tareas triviales eran su rutina. Nada de cafés con leche vegetal en cafeterías, ni discotecas o restaurantes. Para colmo, el internet funcionaba de manera pésima en ese rincón del mundo. ¡Qué desastre!
Se olvidó del metro y los taxis durante todo el verano, aunque realmente no había a dónde ir. Lo único que se escuchaba por todas partes eran los ladridos de los perros, como si no tuvieran otra ocupación, y por las mañanas los gallos cantaban como si fueran los más madrugadores del lugar.
Uno se acostumbra rápido a la buena vida. En cinco años de estudios en la ciudad, Inés ya se había adaptado a la vida urbana.
La hermana de su madre, la tía Carmen, dejó el hogar familiar joven para mudarse a la ciudad, y Inés la admiraba mucho por ello. La perspectiva de pasar tiempo en el pueblo no le atraía a la joven estudiante, pero no pudo negar la petición de su madre.
Sí, extrañaba a su madre, pero no anhelaba las arduas tareas del campo o del hogar, la ausencia de sus habituales entretenimientos y las comodidades básicas sin las cuales ya no imaginaba su vida.
¡Dios mío, ni siquiera hay aire acondicionado en la casa! ¿Cómo se puede vivir así?
Los habitantes del pueblo le parecían toscos y limitados. Las chicas locales no sabían nada sobre iluminadores, Tinder o Netflix. A la pregunta de qué veían sin Netflix, todas respondían vagamente “la tele”.
– ¿Y cómo conocen a chicos si no hay Tinder?
– ¿Para qué conocer a alguien? Todos aquí se conocen.
Inés recordaba con escalofríos el verano pasado. Nunca logró sentirse cómoda en su propio hogar. Durante tres meses, contó los días para que el verano terminara y ansiaba regresar a su entorno habitual. Y ahora, a finales de junio, le tocaba volver allí…
Tren y luego cercanías. A través de la ventana empañada se divisaban campos, sucedidos de bosques que pasaban rápidamente. El cercanías la alejaba cada vez más de la civilización y su alma lloraba.
Y eso que aún no había llegado al final del camino: el cercanías se detenía en una estación de barrio con sombríos edificios de cinco pisos de donde salía un autobús hacia el pueblo. Más que un autobús, eso era un cobertizo con ruedas. Lo peor aún estaba por venir.
Inés, ya en la recta final, maldecía a todo el mundo. Al conductor, que parecía que iba cogiendo cada bache a propósito; a sí misma, por haber decidido volver a casa en lugar de quedarse en la residencia o con su tía; a su madre, por haber nacido en el pueblo, y así seguía el rencor hacia todo lo que se le cruzaba.
Apenas bajó del autobús, cayó en los brazos de su madre.
– ¡Déjame besarte! ¡Un año sin ver a mi niña! – exclamó emocionada María Dolores.
– ¡Mamá! – murmuró Inés, ablandándose un poco. – Está bien, suéltame.
– ¿Por qué esa cara de descontento? – preguntó su madre con una sonrisa, mientras recogía la mayor parte del equipaje. – Vamos, sonríe, estás en casa y tienes todo un verano por delante.
– ¡Eso es lo que me asusta! – gimió la hija. – Un verano en el pueblo…
– Aquí el aire es más limpio y el ambiente mejor, – respondió María Dolores con tono categórico. – ¡Es un hecho! Además, la gente aquí es más amable, todos se conocen.
– ¡Todos saben de todo! – coincidió Inés. – Como decía papá, si uno se tira un pedo en un extremo del pueblo, en el otro ya todo el mundo se enteró.
– ¡Papá no lo decía exactamente así! – rió su madre. – Pero eso también impone responsabilidad. Todos lo saben todo, así que todos intentan comportarse decentemente. Al menos lo intentan. Siempre habrá tontos, tanto aquí como en la ciudad.
– ¿Cómo puede ser decente alguien que cree que los sushi son solo arroz con pescado? – al ver la confusión en el rostro de su hija, María Dolores se rió.
– Eres todavía una niña pequeña y te las das de sabihonda por tonterías. Lo único peor en el pueblo es el camino de tierra. No hay duda.
Parecía que la discusión había terminado. Sin embargo, madre e hija volvían a este tema constantemente. A Inés le irritaba todo, desde la comida local hasta los aullidos de los perros, pero lo que más le molestaba eran las personas ajenas al mundo más allá de su pueblo. Entre ellos, Inés se sentía como un extraño.
– ¡No seas tan arrogante! – la regañaba María Dolores, a menudo dándose cuenta de que repetía estas palabras por quinta vez al día. Como hablarle a una pared.
Quizás a Inés simplemente le gustaba sentir que no era como los demás, que era mejor. Aunque, ¿niña pequeña? A su edad, María Dolores ya era madre. No entendía por qué a su hija le gustaba tanto sentir su superioridad. Quizás le dolía admitir que ella misma era originalmente de pueblo y no podía aceptarlo.
Pronto Inés se acostumbró de nuevo a los gallos cantando por la mañana, al trabajo en el huerto, incluso a la falta de actividades de ocio, salvo las tardes en la biblioteca y los ocasionales conciertos de aficionados en el centro cultural.
Podía acostumbrarse a todo, excepto a la gente. Cada habitante del pueblo le parecía insignificante y torpe. No entendía por qué ninguno de ellos se había marchado como lo hizo ella o su tía, para escapar de esa vida.
Estaban como atrapados en un mundo de decadencia e ignorancia. ¡Y parecían conformes!
– ¡Les gusta! – explicaba su madre. – No saben de otra vida.
– Si no se amplían los horizontes de una persona, jamás entenderá que más allá hay algo mejor – asintió Inés. – Pero ¿por qué nadie intenta vivir de forma más digna en estas realidades? ¿Por qué no se dedican a la autoeducación? ¿A la creatividad? ¿A estudiar ciencia?
– ¿Cuándo? – se reía María Dolores. – Todavía hay que arar el campo, cortar leña, encender la chimenea, ordeñar la vaca…
– ¡Me horroriza esta vida tan plebeya! – exclamó Inés con desdén.
– Vamos, deja de verlos como plebeyos. Solo llevan una vida diferente a la tuya. Yo he vivido en la ciudad, allí también hay niveles de vida variados. ¿Ya olvidaste que de pequeña te encantaba estar aquí? Recuerdo cómo te sentabas en la puerta sacándote los mocos con Teresa, tu amiga. Cómo devorabas zanahorias directamente del cubo, ni tiempo tenía de lavarlas. ¡Y cómo correteabais detrás de los pollitos hasta que la clueca os pillaba! ¿Olvidaste todo eso?
– Lo olvidé y no quiero recordarlo – replicó con bravura. -“La gente en la ciudad es diferente,” pensó, pero calló.
En la ciudad se integró rápidamente en el grupo de estudiantes. La entendían y aceptaban tanto en el instituto como en la universidad. Aquí no tenía con quién conversar. Inés se sentía sola.
– Que yo haya logrado ahorrar para tus estudios en la ciudad no significa que seas diferente del resto del mundo – le dijo su madre.
– ¡Soy diferente! – replicó Inés, sacando pecho.
– ¿Te gusta esa sensación?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿De superioridad? ¿Te agrada creerte más inteligente aquí que todos ellos? ¿Te consideras mejor?
Inés reflexionó. Al principio quiso protestar, pero luego evaluó sus sentimientos y asintió. Su madre suspiró. Quizás este comportamiento de su hija no era más que una manifestación de una baja autoestima. En casos normales, no se necesita menospreciar a otros para sentirse superior.
– Sí, me creo mejor – dijo al fin Inés. – Todos aquí son tontos.
– ¿Y yo?
– Tú no, tú eres normal. Y la tía Carmen también. Los demás no saben nada. Hace poco hablé con la maestra de lengua y literatura. En mi opinión, los maestros deben ser los más cultos en lugares donde no hay centros científicos ni universidades. La maestra no sabe que el avance en el estudio de los géneros literarios transita por una tríada semiótica: de la sintáctica a la semántica, y de ahí a la pragmática. ¡Por Dios, ni siquiera puede nombrar las tríadas apelativas básicas!
– De eso tampoco estoy enterada – observó su madre, sonriendo con amabilidad. – ¿Entonces soy ignorante? ¿Hablaste con Clara?
– Sí, la misma. Una mujer en gafas, algo fuera de lugar.
– Clara da clases de lengua castellana en primaria. Explican gramática básica allí, no tus apelativas ni como los llames.
– ¡Pero debe conocer su idioma!
– Por supuesto que debe. Y lo conoce lo suficiente “de manera excelente” para enseñar a los niños de primero a cuarto de primaria, conforme al plan educativo nacional – explicó su madre con paciencia.
– ¡Eso es justo lo que digo! – insistió Inés. – Y más allá no hay avance. Yo sé todo eso aunque no sea mi especialidad.
– No entiendo por qué te enorgulleces tanto de eso – dijo María Dolores, ya perdiendo la paciencia. – Hay todo tipo de caminos. Tal vez sepas más que otros, pero eso no te hace más inteligente que los demás. Imagínate si llegaras a encontrarte en un grupo donde todos son mucho más inteligentes que tú. Te considerarían la paleta del grupo. ¿Y te gustaría?
– Eso no me pasará – contestó Inés más cortante de lo que habría querido. – Siempre podría seguir una conversación con alguien culto.
– No estés tan segura de eso, querida. ¿En la ciudad también sentías orgullo?
Inés volvió a reflexionar.
– Hay más gente en mi nivel en la ciudad.
– ¿Qué nivel?
– ¡Más alto que en el pueblo! – respondió Inés con irritación, ya que su madre le miraba con ternura, como si fuera una niña que a puntas de llorar. – No me siento sola allá, aunque al principio tampoco fue fácil.
– ¿En serio? ¿Fue duro?
– Seguro. Dicen que puedes sacar a una persona del pueblo, pero no al pueblo de la persona. Es cierto que llevaba el estigma de todo eso al principio. No me gané mucha simpatía en un inicio.
– ¿Te dolía?
– Claro que sí. Pero aprendí a vivir y comportarme diferente. Ahora no hay nada en mí que puedan criticar.
– ¿Y por eso ahora lo criticas todo?
– ¿De verdad crees que es soberbia?
– Sí. Y problemas de autoestima. Presumes de lo que sabes y olvidas el vasto mundo de cosas que aún no comprendes. Mira por encima del hombro a los locales como si fueran ganado, no personas vivas. Entiendo que no leen libros de historia, no les interesa la política, no van a la ópera. Pero dime, ¿qué nivel de conocimiento necesitan en un pueblo? ¿Quién les ha enseñado? A propósito, tú tampoco te has desembarazado del todo de tus hábitos de pueblo.
– ¡Para nada! – protestó Inés.
– ¡No he oído a ninguna persona culta usar tanto la palabra “francamente”, y tú ya la has usado tres veces! – señaló astutamente su madre.
– Pero si yo…
– ¿Te incomoda quizás? No critiques a los demás, habla de ti, porque te envié a la universidad a estudiar. Piensa en ellos, en todos aquellos a los que ves desde arriba. En dos años de universidad y tiempo en el instituto, viviendo con tu tía, es encomiable que sepas algo de idiomas, literatura, historia. ¡Sigue adelante! Pero ellos saben cómo cultivar la tierra, cuándo plantar cada cosa. Que hierbas usar para curar dolencias sin antibióticos. ¿Tú sabes todo eso?
Inés dudó.
– No lo sé porque no lo aprendí – trató de justificarse.
– Podrías haberlo aprendido mientras vivías aquí antes de ir al colegio, pero ese conocimiento se te escapó. Ahora juzgas a otros por tener horizontes limitados – rió María Dolores. – Piénsalo.
Inés guardó silencio. Que te juzgue tu madre duele. ¿Y por qué no? ¿Porque nunca pudo amar el huerto o lavar montones de platos, o las correspondientes gatas parideras o las primitivas mantis en la hierba alta?
– Podrías decir que no para eso te crió tu madre, pero eso también sería debatible.
Un instante se cruzó por su mente la idea de ofrecer clases extras para mejorar la educación de estos pueblerinos o al menos sus hijos. Pero descartó la idea de inmediato. Difícil que hallaran tiempo para ello entre tanto trabajo en el campo. No valdría la pena.
Inés dejó de reñir con su madre sobre la vida en el pueblo y sus habitantes. Al parecer, mamá tampoco había evolucionado mucho. Años de vida rural dejaron una marca en su mente. ¡Nunca lo entendería!
Simplemente debía sobrevivir al verano, y al siguiente tomaría regal del destino, trabajando en la ciudad o mejor casándose, para que ya no la obligaran a volver a casa.