Demasiado Buena para el Pueblo

Cuando Alicia se dio cuenta de que este semestre se alargaría más de lo esperado, se alegró mucho. El verano pasado lo había pasado en el pueblo y no le había gustado nada. Durante sus años en la universidad, había vivido con su tía en una gran ciudad, y ya se había acostumbrado tanto a la vida urbana que regresar a su pueblo natal no le hacía ninguna ilusión.

Estudiando en la universidad, Alicia se había acostumbrado tanto a la independencia y a las comodidades de la vida en la ciudad, que ni siquiera consideraba volver al pueblo. Aunque allí se había criado, todo en su lugar de origen le parecía ahora absurdo y ridículo.

La vida rural, los animales, la gente, las preocupaciones eternas y los problemas triviales. Nada de lattes con leche alternativa en una cafetería, ni clubes ni restaurantes. Incluso el internet funcionaba mal en esa zona remota. ¡Era desesperante!

Olvídate del metro y el taxi por todo el verano, aunque allí no hay a dónde ir. En cambio, los perros ladran por todas partes como si no tuvieran nada mejor que hacer, y por la mañana los gallos cantan como locos, siendo quienes menos duermen.

A la buena vida te acostumbras rápido. Alicia se había habituado a vivir en la ciudad durante cinco años: tres en el instituto y dos en la universidad.

La hermana de su madre, la tía Carmen, había abandonado el hogar familiar en su juventud para mudarse a la ciudad, y Alicia la respetaba mucho por eso. La perspectiva de vivir en el campo no atraía a la joven estudiante, pero no pudo negarse a su madre.

Sí, echaba de menos a su madre, pero no le entusiasmaban en absoluto las tareas pesadas en el huerto y la casa, ni la falta de diversiones y comodidades básicas, sin las cuales ya no concebía su vida.

¡Vaya, si ni siquiera hay aire acondicionado en la casa! ¿Cómo se puede vivir así?

Los habitantes del pueblo le parecían tontos y limitados. Las chicas locales no sabían de la existencia del iluminador, Tinder o Netflix. Cuando les preguntaba qué veían sin Netflix, todas respondían de manera vaga “la televisión”.

– ¿Y cómo conocéis chicos si no hay Tinder?

– ¿Para qué conocer a nadie? Todos aquí nos conocemos.

Alicia recordaba con horror el verano anterior. No pudo adaptarse a su hogar de infancia. Pasó los tres meses esperando que el verano terminara para volver a su entorno habitual. Y ahora, a finales de junio, tenía que regresar…

Tren, luego tren de cercanías. A través de la ventana empañada veía campos que se alternaban con bosques, pasando rápidamente. El tren la llevaba cada vez más lejos de la civilización, y su alma lloraba.

Este no era el final del viaje. El tren rural se detenía en un centro administrativo con sombríos bloques de pisos, desde donde salía un autobús hacia el pueblo. O más bien, era un esqueleto sobre ruedas. Y lo que venía después solo podía empeorar.

Alicia, que ya estaba en la recta final, maldecía a todos. Al conductor, que parecía empeñarse en pasar por cada bache, a sí misma por haber aceptado ir a casa en lugar de quedarse en el piso de estudiantes o con su tía, y a su madre, que la había dado a luz en un pueblo, y así sucesivamente.

Apenas salió del autobús, se lanzó a los brazos de su madre.

– ¡Déjame darte un beso! ¡Un año sin ver a mi pequeña! – exclamó alegremente doña Elena.

– ¡Mamá! – refunfuñó Alicia, suavizándose un poco. – Ya, suéltame.

– ¿Y esa cara de pocos amigos? – preguntó su madre con una sonrisa, llevándose dos tercios de las maletas. – Anímate, estás en casa y tienes todo un verano por delante.

– ¡Eso es lo que me asusta! – gimió la chica. – El verano en el pueblo…

– Aquí el aire es más puro y la ecología mejor, – respondió Elena en tono categórico. – ¡Eso es un hecho! Y la gente aquí es más amable, todos se conocen.

– ¡Todos lo saben todo! – asintió Alicia. – Como decía papá, en un extremo del pueblo alguien estornuda y en el otro ya lo saben todos.

– ¡Papá no lo decía así exactamente! – se rió su madre. – Y no es tan malo. Eso impone responsabilidad. Todos lo saben todo y por eso se comportan adecuadamente. O al menos lo intentan. Hay tontos en todas partes. También en la ciudad.

– ¿Cómo puede ser digna la gente que cree que el sushi es solo arroz con pescado? – viendo la expresión de su hija, Elena se rió.

– ¡Eres simplemente joven todavía! Te crees superior por cosas triviales. Lo único peor del pueblo son los caminos de tierra. Ahí no hay discusión.

Parecía que la discusión había terminado. En realidad, la madre y la hija regresaban a este tema constantemente. A Alicia le disgustaba todo, desde la comida del pueblo hasta los ladridos de los perros, pero lo que más le irritaba eran las personas que no conocían otra vida. Entre ellos, se sentía extranjera.

– ¡No seas tan altiva! – la regañaba doña Elena, a menudo notando que repetía esta frase unas cinco veces al día. Como si hablara con una pared.

Quizá a la niña simplemente le gustaba la sensación de no ser como los demás, de ser mejor. Aunque, ¿qué niña? En su lugar, Elena a su edad ya era madre. No entendía por qué a su hija le gustaba tanto sentir superioridad. Tal vez porque ella misma era una ex-campesina que no podía reconciliarse con ello.

Alicia pronto se acostumbró de nuevo a los gallos que cantaban por la mañana, a trabajar en el huerto, e incluso a no tener entretenimiento más allá de las noches de biblioteca y los raros conciertos de aficionados en el Centro Cultural.

Podía acostumbrarse a todo, menos a la gente. Cada habitante del pueblo le parecía insignificante e inútil. No entendía por qué nadie se había ido como ella o su tía, alejándose de esa vida.

¡Parecían atrapados en ese mundo de decadencia e ignorancia! ¡Y eso les satisfacía!

– ¡Les gusta! – le explicaba su madre. – No conocen otra vida.

– Si no amplías las horizontes de alguien, nunca sabrá que más allá hay algo mejor – aceptó Alicia. – Pero, ¿por qué nadie intenta vivir de otra manera incluso en estas circunstancias? ¿Educarse a sí mismos? ¿Hacer arte? ¿Aprender ciencia?

– ¿Cuándo? – se reía Elena. – Hay que arar el campo, cortar leña, encender la estufa, ordeñar la vaca…

– ¡Me horroriza este estilo de vida plebeyo! – soltó Alicia con desprecio.

– Bueno, bueno, basta de mirar a todos como si fueran plebeyos. Ellos simplemente tienen una forma de vida diferente a la tuya. Yo viví en la ciudad, también el nivel de vida varía. ¿Ya te olvidaste de cuando eras pequeña? ¡A ti te gustaba aquí! Yo recuerdo cómo te sentabas en el porche recogiendo tierra junto al perro, tu amiga de juegos. Cómo comías zanahorias del cubo sin que me diera tiempo a lavarlas. ¡Cómo correteabas tras los pollitos y luego huías de la gallina! ¿Lo has olvidado?

– ¡Lo he olvidado y no quiero recordarlo! – respondió insolente la hija. “La gente de la ciudad es diferente”, pensó, pero calló.

En la ciudad se integró rápidamente en un grupo de estudiantes. Sus intereses eran comprendidos y aceptados tanto en el instituto como en la universidad. Aquí no había con quién hablar. Alicia sufría de soledad.

– Que yo pudiera ahorrar para tus estudios en la ciudad no significa que seas muy diferente del resto del mundo – señaló su madre.

– ¡Sí que lo soy! – protestó Alicia, alzando la cabeza.

– ¿Te gusta esa sensación?

– ¿Qué quieres decir?

– ¡La de superioridad! ¿Te gusta saber que eres la más inteligente aquí? ¿Crees que eres mejor por eso?

Alicia reflexionó. Inicialmente quiso refutarlo, pero luego analizó sus sentimientos y asintió. Su madre suspiró. Probablemente, el comportamiento de su hija no era más que un reflejo de una baja autoestima. En todos los demás casos, no querías elevarte rebajando a otros.

– ¡Sí, me considero mejor! – continuó su hija. – Aquí todos son unos ignorantes.

– ¿Y yo?

– Tú no, tú eres normal. Y la tía Carmen también. Pero el resto no sabe nada. Hablé con la profesora de lengua y literatura el otro día. En mi opinión, los maestros deben ser los más educados en lugares sin centros de investigación o universidades. Pues bien, ¡la maestra de lengua no sabe que el desarrollo de la literatura sigue una triada semiótica de la sintaxis a la semántica y luego a la pragmática! ¡Y hasta llama ladrones a las triadas apelativas!

– No sé qué es eso – dijo su madre y sonrió, mirando a su hija con desaprobación. – ¿Hablaste con Inés?

– ¡Sí! La de gafas, esa chica rara.

– Inés enseña lengua a los de primaria. Ellos estudian las básicas, no tus apelativos o como los llames.

– ¡Eso, claro, lo tiene que saber!

– Claro, debe saber. Y lo sabe “sobresaliente” exactamente hasta lo que el programa nacional requiere que enseñe a los alumnos de primero a cuarto curso – explicó pacientemente su madre.

– ¡Eso es lo que digo! – asintió Alicia. – Y no hay más desarrollo. ¡Y eso que yo sé de literatura, que no es mi especialidad!

– No sé por qué estás tan orgullosa de eso. Mira, no todos pueden ser enciclopedias, cada uno tiene su camino – dijo doña Elena, frunciendo el ceño. – Tal vez sepas más que otros, pero eso no te hace más inteligente que todos. Imagina, si te encuentras en un grupo donde todos son mucho más inteligentes que tú. Ellos te considerarían a ti una campesina ignorante. ¿Te gustaría eso?

– ¡Eso no me pasará! – respondió su hija más brusca de lo que quería. – Siempre puedo mantener una conversación con una persona culta.

– ¡No estés tan segura, querida! ¿En la ciudad también sentías orgullo?

Alicia reflexionó.

– En la ciudad hay más gente de mi nivel.

– ¿De qué nivel?

– Más alto que en el pueblo. – Alicia se enfadó porque su madre la miraba como si fuera una niña, a punto de patalear y llorar. – Allí no me siento sola, aunque al principio también fue difícil.

– ¿De verdad? ¿Fue complicado?

– Sí, claro. Dicen que puedes sacar a alguien del pueblo, pero no al pueblo de dentro de alguien. Claro que eso dejó huella en mí… No era muy popular al principio.

– ¿Te dolía?

– Claro que sí. Pero aprendí a vivir y comportarme de otra manera. Ya no queda nada de lo que me pudiera avergonzar.

– ¿Y por eso ahora juzgas tú?

– ¿De verdad piensas que es orgullo?

– Sí. Y problemas de autoestima. Presumes de saber algo, olvidando el vasto número de cosas que aún no comprendes. Miras a los locales desde arriba, como si fueran un rebaño de ovejas en vez de personas. Sé que no leen libros de historia, no les interesa la política, no van a la ópera. Pero dime, ¿qué nivel de conocimientos necesitas en el pueblo? ¿Quién los enseñó? Y, por cierto, ¡tampoco te has librado del todo de tus costumbres rurales!

– ¡Del todo! – se indignó Alicia.

– No he oído a nadie de la ciudad usar la palabra “vaya” y ya la has usado dos veces – notó su madre astutamente.

– Pero yo…

– ¿Qué? ¿No es agradable? No juzgues a la gente antes de juzgarte a ti misma. Yo te envié a la universidad, tú te formaste. Piensa en ellos. En todos a quienes miras por encima del hombro. Tú has estudiado en la universidad dos años, antes en el instituto, mientras vivías con tu tía. Sabes algo de lengua, literatura, historia, bien hecho, sigue así. Pero ellos saben cómo cultivar la tierra. Cuándo es mejor plantar tal o cual vegetal. Qué hierbas pueden curar enfermedades sin recurrir a antibióticos. ¿Eso lo sabes?

Alicia dudó.

– No lo sé porque no lo he estudiado. – salió del paso.

– Podías haber aprendido mientras vivías aquí. Antes del instituto, pero esos conocimientos te pasaron por alto. ¡Y ahora criticas a otros por ser limitados! – rió Elena. – Piensa en ello.

Alicia guardó silencio. No es agradable cuando tu propia madre te critica. ¿Por qué? Por no haber logrado disfrutar de cuidar el huerto o lavar montones de platos, gatos siempre dando a luz o horribles mantis en la hierba alta.

Hubiera dicho que no la educaron para eso, pero podrías debatirlo.

Por un momento pensó en dar clases en la escuela. Organizar alguna actividad extra para desarrollar a esos campesinos o, al menos, a sus hijos para que se eduquen más. Pero después desechó la idea. Es poco probable que encuentren tiempo entre desyerbar pepinos y sembrar papas. No les servirá de nada. ¿Por qué perder el tiempo?

Alicia dejó de discutir con su madre sobre la vida en el pueblo y sus habitantes. Al parecer, la madre tampoco se había despegado del todo de ellos. Los años en el campo dejaron una marca indeleble en su mente. ¡Y no lo entendía!

Solo había que sobrevivir ese verano, y para el próximo conseguir un trabajo en la ciudad o, mejor aún, casarse para que ya no la obligaran a volver a casa.

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