Demasiada Preocupación

Demasiada atención

Lucía despertó al olor a cebolla frita y un ruido extraño. La habitación estaba oscura, pero al otro lado de la pared retumbaban cazos y algo burbujeaba.

—¿A las seis de la mañana, en serio?— susurró, ajustándose la bata.

En la cocina, con un delantal rojo que decía “Reina de la Cocina”, estaba su su Flora, la madre de su esposo. Con destreza, volteaba hamburguesas en una sartén enorme mientras canturreaba “La Paloma” a todo volumen.

—¡Buenos días, Lucita!— dijo alegre, sin volverse—. ¡He decidido mimar a todos con mis hamburguesas caseras! ¡Sin pan, como le gusta a Javier!

—Javier está durmiendo— intentó sonreír Lucía—. Y yo también. Hoy es sábado.

—¡Ay, cariño! ¡A quien madruga, Dios le ayuda! Yo, desde las cinco, ni pesta, me di una ducha, salé a caminar por el jardín—ejercicio, sabes, es bueno. ¡Y luego pensé, hay que alimentar a la familia!

Lucía se sirvió café lentamente. Mientras daba el primer sorbo, entró su madre, Marisol, en mijas de yoga y con una estera bajo el brazo.

—¡Hija, buenos días! ¿No lo has olvidado? ¡Hoy vamos a pilates!

—Marisol— sonrió Flora con un dejo de veneno—, ¿ya vuelves?

—¡Claro!— contestó Marisol, animada—. He paseado por el barrio, buscando hierbas frescas para comprar, y encontré un estudio de yoga. Por cierto, Flora, ¿hamburguesas a esta hora? Eso es pasarse. ¿Sabes la grasa que tienen?

—Prueba antes de criticar— avanzó Flora un paso—. Son de pechuga, nada de grasa. Javier les encanta desde pequeño, se las hacía todos los sábados.

—¡Pero Lucía no come frito!— replicó Marisol—. Tiene el estómago delicado, yo siempre le he hecho todo al vapor.

Lucía enterró la cara en las manos.

Era un infierno. Un infierno doméstico.

Por la noche, en el baño, llegó la escena número dos.

—¿Por qué mi esponja está en el suelo?— gritó Flora desde el baño.

—Igual porque la tuya empujó al resto— contestó Marisol sin dejarse.

—¿Yo? ¡Yo soy ordenada! ¡Son tus botes los que invaden todo! ¡No puedo abrir el inodoro sin tropezar con tus pociones!

—¡Son hierbas faciales medicinales!

—¡Son basura, Marisol! ¡Basura!

Lucía cerró el portátil. Era imposible trabajar.

—Javier— dijo en voz baja—, tenemos que hablar.

—Ahora no— se excusó él—. Estoy en la final del torneo.

—Javier— se levantó—, o hablamos, o me voy al sótano.

Pulsó pausa en el mando y suspiró:

—¿De qué?

—De que hay dos mujeres en esta casa y las dos creen que esta es su cocina, su baño y su hijo.

—Bueno, es temporal…

—Van tres semanas— dijo Lucía entre dientes—. Ya no tomo café por las mañanas porque en la cocina hay guerra. No puedo ir al baño porque el inodoro está tomado por cremas. Ayer tu madre reorganizó mis libros por altura. La mía canceló Netflix para ver “Mira quién baila”.

—Pero lo hacen con buena intención…

—Sí— se levantó Lucía—. Mañana se prenderán fuego con mis novelas favoritas.

Al día siguiente, llegó la gran batalla.

Flora empezó a preparar su “cocido madrileño estrella”. Marisol, al enterar, sacó su as bajo la manga: “sopa detox sin sal ni grasa”. Ambas comenzaron a picar repollo en paralelo.

—¡Javier siempre come mi cocido! ¡Con pan y aliño!— declaró Flora.

—¡Porque lo has malacostumbrar desde niño!— contraatacó Marisol—. A los treinta, hay que comer como gente. La salud es primero.

—¡El amor de madre vale más que tu obsesión por el gimnasio!

—¡El gimnasio es salud! ¡Tu cocido es un infarto en plato!

Lucía estalló:

—¡Basta! Yo también tengo gustos, y no como ni cocido ni sopa sin sabor. ¿Dónde están mis cereales?

—Los tiré, tenían grasas trans— respondieron al unísono.

—¿Qué?..

Lucía salió de la cocina. Afuera, llovizca fina. Se puso la chaqueta, esquivó al perro y salió sin rumbo.

Una hora después, Javier la alcanzó en bici, con paraguas y un termo de café.

—Lo entiendo— dijo—. Esto es demasiado.

—¿Tú crees?— no lo miró.

—Hablaré con ellas.

—No hables. Decide.

Esa noche, Lucía convocó una “reunión familiar”. Los cuatro se sentaron en la mesa redonda.

—Queridas madres— comenzó—. Os amamos mucho. Pero vivir con vosotras es como meter un león y un jaguar en el mismo zoo.

—¿Quién es el jaguar?— se indignó Flora.

—Obvio, soy el león— replicó Marisol.

—¡Paren!— Javier alzó las manos—. Tenemos una solución. Hay una casita de invitados. Pero es una. Así que… rotaremos.

—¿Qué?— ambas entrecerraron los ojos.

—Cada una vivirá allí por turnos. Una semana en casa, otra en la casita.

—¡Pero no puedo sin cocina!— protestó Flora.

—Tiene hornilla— dijo Javier.

—Yo necesito bañera con sales— intervino Marisol.

—Hay ducha y aceites— añadió Lucía—. Pondremos un difusor.

—¡No acepto!— exclamaron casi a la vez.

—Pues os vais. Las dos. Para siempre.

—¡Esto es chantaje!— dijo Flora.

—Es libertad— respondió Lucía.

A la mañana siguiente, la casa olía a café. Solo. Sin hamburguesas.

Lucía salió a la terraza. Allí estaban ambas madres, envueltas en mantas, con sus tazas.

—Hemos decidido. Rotaremos— dijo Flora.

—Pero la próxima vez, entro yo primero— añadió Marisol.

—¿Por qué tú?— se tensó Flora.

—¡Porque soy mayor!

—Pero…

—¡MADRES!— Lucía alzó la mano—. O compartís, o me alquilo un piso sola. Con el perro. Y la estera de yoga.

Se callaron.

Luego, ambas rieron.

—Bueno, Flora, quizá te toque a ti primero— dijo Marisol, inesperadamente suave.

—Gracias, Marisol. Lo… valoro.

—Yo no como tu cocido. Pero huele bien.

—¿Te enseño a hacerlo sin fritura?

—¿Y tú me pasas la receta del bizcocho de limón sin harina?

Lucía se sentó y cerró los ojos. Silencio. Paz. Y aroma a café.

Pasó una semana.

La tregua bajo amenaza de desalojo duró… hasta el próximo sábado.

Lucía disfrutaba de la primera noche verdaderamente tranquila. Sin olores fritos, sin aspiradora a las siete, sin sermones de vitaminas o “cómo te casaste con un hombre que no sabe hacer sopa”. Javier roncaba a su lado, abrazando una almohada como un niño. El perro no ladraba. El mundo parecía perfecto.

Justo entonces, llamaron a la puerta.

Lucía, en bata, abrió… y se paralizó.

Ahí estaba… la abuela de Javier.

—Hola, Lucita. Vine a visitar a los jóvenes. A—¡Ay, la abuela Conchita! —gritó Flora desde la cocina mientras la anciana entraba con su bolso de ganchillo, dejando caer un paquete de garbanzos y murmurando—: “Alguien tiene que enseñaros a cocinar de verdad”.

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