“Le dedicas demasiada atención al niño”: eso me dijo el médico. Pero no soy una madre histérica, solo soy su madre.
Si mi hijo fuera pequeño, quizás no me preocuparía tanto. Pero ya casi tiene quince años y sigue sin dormir por las noches. Se queda despierto hasta el amanecer y duerme de día, cuando debería estar estudiando, activo, socializando, viviendo. Hasta lo cambiamos a educación en casa, no por capricho, sino por necesidad: el chico simplemente no funciona con un horario normal.
No, no se la pasa jugando al ordenador ni enganchado al móvil. Lee. Escribe. Dibuja. Escucha conferencias en línea. Se mete en biología, programación e historia al mismo tiempo. Simplemente no puede dormir, como si su cerebro no supiera dónde está el botón de “apagar”.
Al principio lo observaba. Luego empecé a notar cosas raras: abría y cerrada el cajón diez veces seguidas, movía la alfombra sin razón, golpeaba la pared con los dedos. Me asusté. No porque molestara, sino porque era evidente que su sistema nervioso estaba al límite. Así que decidí buscar ayuda.
Fuimos al neurólogo. Nos mandó hacer pruebas. Todo salió normal. Luego, al psiquiatra. El médico nos recibió con una sonrisa fría y comenzó a hablar, no de mi hijo, sino de mí. Educado, pero distante, hasta que soltó su “diagnóstico”:
—Usted —me dijo— se ha pasado. Le dedica demasiado tiempo a su hijo. Lo ha… asfixiado con su amor.
Me quedé helada.
—¿Perdón?
—Los padres normales —continuó con tono de superioridad— ven a sus hijos en el desayuno y en la cena. Usted está siempre ahí. Y el resultado es que su hijo no tiene una psique, tiene un “modo invernadero”.
—Trabajo desde casa. ¿Eso es un crimen?
—¡El crimen es su ansiedad! —cortó él—. Ha recorrido medio Madrid buscando diagnósticos. Todo porque busca una enfermedad que no existe. Observa, escucha, analiza cada detalle. Quiere encontrar un problema para… sentirse necesaria.
—Disculpe, pero las pruebas las pidió el neurólogo —dije con calma—. Yo solo seguí sus indicaciones.
—Una madre normal habría dicho que no, ¡cuesta un dineral! Pero usted ni siquiera lo regaña. Mírelo, ahí está revolviendo los bolsillos. Malcriado. Desobediente. Y usted… blanda. Si fuera yo, me medicaría.
Y luego… empezó. Casi media hora de consulta, por la que pagué un pastizal, y el hombre se puso a hablar… de sí mismo.
De su hija, que no habla con nadie, se tiñe el pelo de azul, sale en invierno en pantalones cortos. Que fuma en el portal y se junta con gente rara. Que él toma ansiolíticos para aguantar. Que así es como hay que “aceptar” a un adolescente.
Escuché. Hasta el final. Le di las gracias y me fui.
Afuera, respiré aliviada.
¿Y sabes qué? No soy una madre histérica. Solo soy su madre. La que quiere entenderlo, ayudarlo, no dejarlo solo en ese caos de hormonas, miedos y noches en vela. Sí, estoy cerca. Sí, estamos juntos. Y si eso le molesta a alguien, entonces nunca entenderá lo que es el verdadero cuidado.
Ahora busco otro médico. Alguien tranquilo, respetuoso. No uno que use la consulta para desahogarse, sino que realmente nos escuche. Porque estoy segura de una cosa: amar a tu hijo no es un diagnóstico. Es lo normal. Es la maternidad.