Demandé a mi propio hijo y lo eché de casa.

Lucía se despertó con un estruendo. Otra vez. Algo había caído al suelo, se había roto. El reloj marcaba las seis y media de la mañana. Domingo, maldita sea. El único día en el que podía dormir hasta las ocho.

“¡Madre!” gritó Adrián desde la cocina. “¿Dónde está mi taza? ¡Otra vez has cambiado todo!”

Cincuenta y dos años. Se levantó de la cama, se puso la bata. En el espejo vio el rostro cansado de una mujer que no recordaba cuándo había dormido bien por última vez. Cabello gris con raíces oscuras, ojeras profundas. ¿Cuándo había envejecido tanto?

“Voy, voy,” murmuró mientras se arrastraba hacia la cocina.

Adrián estaba en medio del desastre. Trozos de un plato roto en el suelo, seguramente el que había lanzado en su búsqueda de la maldita taza. Veinticinco años, metro ochenta, hombros anchos. Y actuaba como un niño caprichoso de tres años.

“Aquí está tu taza,” Lucía sacó de la secadora una taza azul con la inscripción “Mejor Hijo”.

La había comprado hacía años, siete tal vez. Entonces aún creía que cambiaría, que encontraría trabajo, que viviría como una persona normal. Ahora la frase le parecía una burla cruel.

“¿Y por qué la pusiste ahí? ¡Te dije que mi taza tiene que estar en la mesa!”

“Adrián, lavé los platos anoche…”

“¡No me digas Adrián! ¡Solo Adri! ¡Cuántas veces te lo tengo que repetir!”

Arrebató la taza de sus manos y sirvió los restos del té frío de la tetera. Lucía miró los trozos de plato en el suelo. Otra vez limpiar. Otra vez comprar uno nuevo. Otra vez aguantar.

“Mamá, ¿qué pasó?” En la puerta apareció Clara. Delgada, frágil, con su pijama viejo. Diecinueve años, pero parecía de dieciséis. Estudiaba magisterio, soñaba con trabajar con niños. Si acababa la carrera. Si resistía esta atmósfera en casa.

“Nada, hija. Se rompió un plato.”

“¿Solo se rompió, eh?” Adrián resopló. “Solo se cayó.”

Clara tomó la escoba y empezó a recoger los trozos sin decir nada. Con naturalidad, como si los platos rotos cada mañana fueran lo más normal del mundo.

“¡No toques nada!” Adrián gruñó. “¡Yo no te pedí que limpiaras!”

“¿Y quién lo hará?” preguntó Clara en voz baja.

“¡No es tu problema!”

Lucía se sentó a la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Dios, ¿hasta cuándo? ¿Cuánto más tendría que aguantar los gritos, los escándalos, esta… guerra en su propia casa?

Hace diez años murió Javier. Su marido, padre de sus hijos. El corazón no aguantó. O quizás simplemente no quiso vivir más en este mundo de locos. Adrián aún estaba en la escuela técnica entonces. Aunque la dejó seis meses después. “No me gusta,” dijo. Consiguió trabajo en una tienda — duró dos semanas. Lo despidieron porque el jefe era “un imbécil”. Luego fue la obra — tampoco le gustó. Los compañeros, “idiotas”. El lavadero de coches — el dueño, “un cabrón”. Y así año tras año. Al principio, Lucía esperó a que encontrara su camino. Luego le rogó que al menos lo intentara. Después se resignó.

Y él se volvió más agresivo. Contra el mundo, contra la vida, contra ellas dos. Pero sobre todo contra ella. Ella tenía la culpa de que fuera un fracasado. Ella lo había criado mal. Ella tenía que mantenerlo, alimentarlo, vestirlo.

“Madre, ¿qué hay para desayunar?” Adrián se dejó caer en la silla.

“Huevos, gachas…”

“¡Otra vez gachas! ¡Estoy harto de esta porquería! ¡Compra cereales de verdad!”

“Adri, ayer compramos cereales. Te los acabaste en dos días.”

“¡Pues compra más!”

“¿Con qué? Mi sueldo llega dentro de una semana.”

“¡Eso son tus problemas!”

Lucía abrió la nevera. Medio paquete de queso fresco, tres huevos, un trozo de pan. Siete días hasta el sueldo. Clara intentaba ayudar — repartía folletos los fines de semana. Veinte euros al día. Justo para el autobús y el menú de la universidad.

“Puedo hacerte huevos,” dijo.

“¡Con jamón!”

“No hay jamón.”

“¡Pues no quiero nada! ¡Estoy harto de tu comida de pobres!”

Se levantó y pateó la silla. Esta cayó con un golpe seco.

“Adrián, basta,” susurró Clara.

“¡Y tú no me des órdenes!” se giró hacia su hermana. “¿Te crees mejor que yo? ¿Con tu universidad de mierda?”

“No he dicho nada…”

“¡Claro que lo piensas! ¡Me miras como si fuera… como si fuera…!”

“Adrián, cálmate,” Lucía se interpuso entre ellos.

“¡Y tú cállate también! ¡Estoy harto de las dos! ¡Vivo como en una cárcel! ¡En este zulo de mierda!”

“Nadie te obliga a quedarte,” le salió a Lucía sin pensarlo.

Adrián se quedó quieto. Lentamente, se volvió hacia ella.

“¿Qué has dicho?”

“Nada. No he dicho nada.”

“¿Has dicho que nadie me obliga? ¿Me estás echando?”

“Adri…”

“¡Contesta! ¿Quieres que me vaya?”

Lucía calló. Pero lo deseaba. ¡Dios, cómo lo deseaba! Despertarse en silencio. No saltar por cada ruido. No andar de puntillas en su propia casa.

“¿No dices nada? ¡Pues sabes qué? ¡No me voy a ir! ¡Este piso también es mío! ¡Estoy empadronado aquí!”

“El piso está a mi nombre,” dijo Lucía en voz baja.

“¿Y qué? ¡Soy tu hijo! ¡Tengo derechos!”

“Tienes obligaciones,” dijo ella, sorprendiéndose a sí misma. “Eres un hombre adulto. Tienes veinticinco años.”

“¡Ahí va! ¡Empieza la cantinela!” Adrián golpeó la mesa. “¡Soy un mal hijo! ¡Un vago! ¡Un…!”

“¡Me gritas todos los días!” Lucía sintió algo romperse dentro. “¡No haces nada! ¡Vives a mi costa y encima me culpas!”

“¡Cállate!”

“¡No me callo! ¡Estoy harta! ¿Entiendes? ¡Harta! Tengo cincuenta y dos años, trabajo de sol a sol para mantener a dos adultos!”

“Uno estudia y ayuda,” interrumpió Clara. “Y el otro…”

“¡Cierra el pico!” Adrián dio un paso hacia ella.

“¡NO LA TOQUES!” gritó Lucía. “¡No le levantes la voz!”

“¿Y qué vas a hacer? ¿Llamar a la policía? ¡Adelante! ¡No sería la primera vez!”

La policía… Lucía la había llamado. Tres veces el último año. Vinieron dos agentes, preguntaron qué pasaba. Ella les contó. Movieron la cabeza, hablaron con Adrián. Él se volvía educado — pedía perdón, prometía cambiar. Se iban. Y a los dos días, todo igual.

“¿Sabes qué?” dijo Adrián. “¡Déjame en paz! ¡Me voy a dormir!”

Se fue a su cuarto y cerró de golpe. Lucía y Clara se quedaron en la cocina. Entre los trozos de plato, la silla caída y sus vidas rotas.

“Mamá,” susurró Clara. “¿Por qué no te vas un tiempo a casa de Tere? Siempre teAl día siguiente, Lucía tomó una decisión que cambiaría sus vidas para siempre: abrió la puerta de su casa con llave nueva y respiró profundo, sabiendo que al fin había llegado la paz.

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MagistrUm
Demandé a mi propio hijo y lo eché de casa.