Demandé a mi propio hijo y lo eché de casa.

Isabel se despertó de un sobresalto. Otra vez. Algo se había caído, roto en mil pedazos. El reloj marcaba las seis y media de la mañana. Domingo, joder. El único día que podía dormir hasta las ocho.

—¡Madre! —gritó Javier desde la cocina—. ¡¿Dónde está mi taza?! ¡Otra vez la has escondido!

Cincuenta y dos años. Se levantó de la cama, se puso la bata. En el espejo vio el rostro cansado de una mujer que no recordaba cuándo había dormido bien. Canas sin teñir, ojeras profundas. ¿Cuándo había envejecido tanto?

—Ya voy, ya voy —murmuró, arrastrándose hacia la cocina.

Javier estaba en medio del desastre. En el suelo, trozos de un plato roto, seguramente el que había tirado buscando su preciada taza. Veinticinco años, metro ochenta, hombros anchos. Y se comportaba como un niño malcriado.

—Aquí está tu taza —dijo Isabel sacando del escurridor una taza azul con el texto “Mejor hijo del mundo”.

La había comprado hacía años, siete tal vez. Por entonces aún creía que cambiaría, que encontraría trabajo, que empezaría a vivir como una persona normal. Ahora esa frase le parecía una burla.

—¿Y por qué la pusiste ahí? ¡Te dije que mi taza siempre tiene que estar en la mesa!

—Javi, lavé los platos antes de acostarme…

—¡No me llames Javi! ¡Javier! ¡¿Cuántas veces tengo que decírtelo?!

Le arrebató la taza de las manos, sirvió los restos del té de ayer. Isabel miró los trozos de plato y pensó: otra vez a limpiar, otra vez a comprar un plato nuevo, otra vez a aguantar.

—Mamá, ¿qué pasa? —apareció Lucía en la puerta. Delgada, frágil, con un pijama viejo. Diecinueve años, pero parecía de dieciséis. Estudiaba Magisterio, soñaba con trabajar con niños. Si terminaba la carrera. Si resistía ese ambiente en casa.

—Nada, hija. Se ha roto un plato.

—¿Solo, verdad? —bufó Javier—. Se cayó solito.

Lucía cogió la escoba y empezó a recoger los trozos, con la naturalidad de quien está acostumbrada a empezar los domingos así.

—¡Déjalo! —gruñó Javier—. ¡No te he pedido que lo limpies!

—¿Y quién lo hará? —preguntó Lucía en voz baja.

—¡Eso no es asunto tuyo!

Isabel se sentó a la mesa, apoyó la cabeza en las manos. Dios, ¿hasta cuándo? ¿Cuánto más podía aguantar esos gritos, esas peleas, esa… guerra en su propia casa?

Hace diez años murió Sergio. Su marido, el padre de sus hijos. El corazón no aguantó. O quizá simplemente no quiso seguir viviendo en este mundo de locos. Por entonces Javier aún iba a la universidad. Bueno, hasta que la dejó a los seis meses. “No me gusta”, dijo. Trabajó en un supermercado, dos semanas. Lo despidieron porque el jefe era “un imbécil”. Luego en una obra, tampoco le gustó. Los compañeros, “unos zoquetes”. El lavadero de coches, el dueño era “un cabrón”. Y así año tras año. Primero, Isabel esperó que encontrara su camino. Luego le rogó que lo intentara. Después le suplicó. Al final, se resignó.

Y él se volvió más agresivo. Con el mundo, con la vida, con ellas. Pero sobre todo, con ella. Era su culpa que fuera un fracasado. Que no lo hubiera educado bien. Que tuviera que mantenerlo, vestirlo, alimentarlo.

—Madre, ¿qué hay para desayunar? —Javier se dejó caer en una silla.

—Huevos, cereales…

—¡Otra vez cereales! ¡Estoy harto de esta mierda! ¡Compra algo decente!

—Javi, ayer compramos cereales. Te los acabaste en dos días.

—¡Pues compra más!

—¿Con qué? Cobro la nómina la semana que viene.

—¡Eso es problema tuyo!

Isabel abrió la nevera. Medio paquete de queso fresco, cuatro huevos, un trozo de pan. Siete días hasta el sueldo. Lucía intentaba ayudar, repartiendo folletos los fines de semana. Veinte euros al día. Justo para el autobús y la comida en la uni.

—Puedo hacerte huevos —dijo.

—¡Con chorizo!

—No hay chorizo.

—¡Pues nada! ¡Estoy harto de tu comida de pobres!

Se levantó, le dio una patada a la silla. Cayó con estrépito.

—Javi, por favor —susurró Lucía.

—¡Tú no me digas lo que tengo que hacer! —se giró hacia ella—. ¿Te crees mejor que yo? ¿Con tu carrera de mierda?

—Yo no he dicho eso…

—¡Claro que lo piensas! ¡Me miras como si fuera… como si…!

—Javier, basta —Isabel se interpuso entre ellos.

—¡Y tú cállate! ¡Estoy harto de las dos! ¡Vivo como en una cárcel! ¡En este puto zulo!

—Nadie te obliga a quedarte —le salió a Isabel sin pensar.

Javier se quedó helado. Se giró lentamente.

—¿Qué has dicho?

—Nada. No he dicho nada.

—¿Has dicho que nadie me retiene? ¿Que me vaya de casa?

—Javier…

—¡Contesta! ¿Quieres que me vaya?

Isabel calló. Pero lo deseaba. Dios, ¡cómo lo deseaba! Despertarse en silencio. No sobresaltarse por un portazo. No andPero esa noche, mientras las dos se acurrucaban en el sofá viendo caer la lluvia tras la ventana, Isabel supo que por fin, después de tantos años, su hogar volvía a ser un refugio.

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MagistrUm
Demandé a mi propio hijo y lo eché de casa.