**Demandió a su propio hijo y lo echó de casa**
Carmen se despertó con el estruendo. Otra vez. Algo volaba, chocaba, se rompía. El reloj marcaba las seis y media de la mañana. Domingo, por supuesto. El único día en que podía dormir hasta las ocho.
—¡Madre! —gritaba Pablo desde la cocina—. ¿Dónde está mi taza? ¡Otra vez lo has movido todo!
Cincuenta y dos años. Se levantó de la cama, se puso la bata. En el espejo vio el rostro cansado de una mujer que no recordaba cuándo había dormido bien por última vez. Cabello gris con raíces crecidas, ojeras profundas. ¿Cuándo había envejecido así?
—Voy, voy —murmuró mientras se arrastraba hacia la cocina.
Pablo estaba en medio del desastre. En el suelo yacían los trozos de un plato, probablemente el que había lanzado en su búsqueda de la preciada taza. Veinticinco años, metro ochenta, hombros anchos. Y se comportaba como un niño caprichoso de tres años.
—Aquí está tu taza —Carmen sacó del escurridor la taza azul con la inscripción “El mejor hijo”.
La había comprado hacía años, unos siete. Entonces aún creía que recapacitaría, encontraría trabajo, empezaría a vivir como una persona normal. Ahora aquella frase parecía una burla.
—¿Y por qué la pusiste ahí? ¡Te dije que mi taza debe estar en la mesa!
—Pablito, lavé los platos antes de acostarme…
—¡No soy Pablito! ¡Pablo! ¡Cuántas veces tengo que decírtelo!
Le arrebató la taza de las manos, echó dentro los restos del té del día anterior. Carmen miraba los trozos de plato y pensaba: otra vez a limpiar, otra vez a comprar un plato nuevo, otra vez a aguantar.
—Mamá, ¿qué pasó? —apareció Lucía en la puerta. Delgada, frágil, con un pijama viejo. Diecinueve años, pero parecía de dieciséis. Estudiaba Magisterio, soñaba con trabajar con niños. Si lograba terminar. Si sobrevivía al ambiente de casa.
—Nada, cariño. Se rompió un plato.
—¿Solo se rompió, eh? —resopló Pablo—. ¿Solo cayó y ya?
Lucía, en silencio, cogió la escoba y empezó a recoger los trozos. Con naturalidad, como si los platos rotos por la mañana fueran lo más normal del mundo.
—¡No lo toques! —gruñó Pablo—. ¡No te he pedido que limpies!
—¿Y quién lo hará? —preguntó Lucía en voz baja.
—¡No es asunto tuyo!
Carmen se sentó a la mesa, apoyó la cabeza en las manos. Dios mío, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo tendría que aguantar estos gritos, estas peleas, esta… guerra en su propia casa?
Hace diez años murió Antonio. Su marido, el padre de sus hijos. El corazón no aguantó. O quizás simplemente no quiso seguir viviendo en este mundo de locos. Entonces Pablo estudiaba en un módulo. Aunque lo dejó a los seis meses. Dijo que no le gustaba. Trabajó en una tienda —dos semanas. Lo despidieron porque el jefe era “un imbécil”. Luego fue a la construcción —tampoco le cuadró. Los compañeros, “unos zoquetes”. El lavadero de coches —el dueño, “un cabrón”. Y así año tras año. Primero Carmen esperó que encontrara su camino. Luego le rogó que al menos lo intentara. Después solo se resignó.
Y él se volvía más agresivo. Con el mundo, con la vida, con ellas. Pero sobre todo con su madre. Ella tenía la culpa de que fuera un fracasado. Ella lo había criado mal. Ella debía mantenerlo, alimentarlo, vestirlo.
—Madre, ¿qué hay de desayuno? —Pablo se dejó caer en la silla.
—Huevos, cereales…
—¡Otra vez cereales! ¡Estoy harto de esta bazofia! ¡Compra algo decente!
—Pablo, ayer compramos galletas. Te las comiste en dos días.
—¡Pues compra más!
—¿Con qué? Cobro la semana que viene.
—¡Eso son tus problemas!
Carmen abrió la nevera. Medio paquete de queso fresco, tres huevos, un trozo de pan. Aún faltaban siete días para el sueldo. Lucía intentaba ayudar —repartía folletos los fines de semana. Diez euros al día. Justo para el autobús y el menú de la uni.
—Puedo hacerte huevos —dijo.
—¡Con jamón!
—No queda jamón.
—¡Pues nada! ¡Estoy harto de tu comida de pobres!
Se levantó, dio una patada a la silla. Esta cayó con estrépito.
—Pablo, por favor —susurró Lucía.
—¡Tú no me digas lo que tengo que hacer! —se giró hacia ella—. ¿Te crees mejor que yo? ¿Con tu carrera de tontos?
—No he dicho eso…
—¡Claro que lo piensas! ¡Me miras como si fuera… como si fuera…!
—Pablo, cálmate —Carmen se interpuso.
—¡Y tú cállate! ¡Estoy harto de las dos! ¡Vivo como en una cárcel! ¡En este puto zulo!
—Nadie te obliga a estar aquí —escapó de los labios de Carmen.
Pablo se quedó quieto. Lentamente, se volvió hacia ella.
—¿Qué has dicho?
—Nada. No he dicho nada.
—¿Has dicho que nadie me retiene? ¿Estás insinuando que me vaya?
—Pablo…
—¡Contesta! ¿Quieres que me vaya?
Carmen calló. Pero lo deseaba. Dios, ¡cuánto lo deseaba! Despertarse por la mañana en silencio. No estremecerse con cada ruido. No andar de puntillas en su propia casa.
—¿No respondes? Pues que sepas que ¡no me iré a ninguna parte! ¡Este piso también es mío! ¡Aquí estoy empadronado!
—El piso está a mi nombre —dijo Carmen en voz baja.
—¿Y qué? ¡Soy tu hijo! ¡Tengo derechos!
—Tienes obligaciones —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma—. Eres un hombre adulto. Tienes veinticinco años.
—¡Ahí vamos otra vez! —Pablo golpeó la mesa—. ¡Soy un mal hijo! ¡Un vago! ¡Un…!
—¡Me gritas todos los días! —Carmen sintió que algo estallaba dentro—. ¡No haces nada! ¡Vives a mi costa y encima me culpas!
—¡Cállate!
—¡No me callo! ¡Estoy harta! ¿Entiendes? ¡Harta! Tengo cincuenta y dos años, trabajo de sol a sol para mantener a dos adultos.
—Uno estudia y ayuda —intervino Lucía—. El otro…
—¡Cierra el pico! —Pablo dio un paso hacia ella.
—¡NO LA TOQUES! —gritó Carmen—. ¡No le levantes la voz!
—¿Y qué vas a hacer? ¿Llamar a la policía? ¡Adelante! ¡No será la primera vez!
La policía… Carmen sí los había llamado. Tres veces en el último año. Vinieron dos agentes, preguntaron qué pasaba. Ella les contó. Ellos movieron la cabeza, hablaron con Pablo. Él se volvía un angelito —pedía perdón, prometía cambiar. Los policías se iban. Y a los dos días, todo volvía a empezar.
—¿Sabes qué? —dijo Pablo—. ¡Estoy harto de vosotras! ¡Me voy a dormir!
Se marchó a su cuarto, cerró la puerta de un portY mientras la lluvia seguía cayendo afuera, Carmen y Lucía se quedaron abrazadas en silencio, sabiendo que, por fin, podrían empezar a sanar.