Del odio al amor: cuando la rivalidad se transforma en algo más.

De la rivalidad al amor: cómo nuestra competencia se transformó en algo más

Me llamo Andrés, y lo que quiero contarles todavía me parece algo sacado de una película o de una novela romántica, pero es mi vida real. Una historia en la que ni yo habría creído si no la hubiese vivido desde el principio hasta el final.

Tenía apenas 14 años cuando ella apareció en mi mundo, la que se convertiría en mi enemiga número uno. Se llamaba Luisa. Estudiábamos en el mismo instituto en Madrid, nos sentábamos casi al lado, y no pasaba un día sin que surgiera algún enfrentamiento entre nosotros. Vivíamos, parece, en un universo paralelo de enemistad, creado solo para los dos.

Nuestras guerras infantiles eran absurdas, pero feroces: yo le ponía tiza en su silla, ella escondía mi estuche o echaba pegamento en mis pinturas en clase de arte. Una vez, mientras yo estaba en educación física, Luisa escondió mis zapatos, y tuve que ir a casa en unas zapatillas de chica de la sala de vestidores. Toda la escuela se rió. Yo, por supuesto, no me quedé atrás y me vengaba de todas las maneras posibles. Era como si compitiéramos por ver quién conseguía sacar más de quicio al otro. Ni ella ni yo recordábamos cómo había empezado todo. Simplemente, un conflicto llevó a otro, y así siguió durante años.

Todo cambió de repente, casi inesperadamente, en el último curso del instituto. Ambos ya teníamos 18 años. Un día, Luisa se me acercó después de las clases. En su rostro no había la típica burla, y en su voz no había ni rastro de enfado. Dijo: “Basta. Vamos a hablar. Estoy cansada de esto”. Y por primera vez en todos esos años, oí verdadero cansancio en su voz.

Nos sentamos en un banco detrás del instituto y hablamos durante casi una hora. Sin reproches, sin pullas. Solo una conversación madura. Y en ese mismo momento, cuando nos miramos a los ojos con sinceridad, comenzó algo nuevo. Como si quitáramos un hechizo, y frente a mí ya no estaba un enemigo, sino una persona. Muy viva, interesante, sensible, auténtica. De repente, vi cómo brillaban sus ojos hermosos, cómo razonaba con inteligencia y cuánto fuego interior tenía.

Desde aquel día, todo cambió. Empezamos a hablar más. Primero como amigos. Descubrimos que teníamos mucho en común: nos gustaban los mismos libros, ambos éramos apasionados de la programación, y adorábamos el cine clásico español. Discutíamos de todo, desde los chismes del instituto hasta el sentido de la vida. Y luego, sin darnos cuenta de cómo, comenzamos a pasear por las tardes, a ir juntos a olimpiadas, a reírnos ya no uno del otro, sino juntos.

Me di cuenta de que estaba enamorado. No enseguida, pero profundamente. De la misma Luisa con la que antes hubiera preferido no compartir pupitre. Un día, me armé de valor y le propuse estar juntos. Se sorprendió, claro, cómo no sorprenderse si llevábamos toda la vida como perros y gatos. Pero aceptó. Simplemente: “intentémoslo”. Y lo intentamos.

Han pasado ya cinco años desde entonces. Terminamos la carrera de informática en la Universidad de Salamanca y ahora vivimos juntos, construimos nuestras carreras y preparamos nuestra boda. Tenemos proyectos serios, pero en el alma seguimos siendo los mismos adolescentes: solo que ahora sabemos escucharnos y no convertimos las desavenencias en enemistades.

A menudo recordamos nuestro pasado escolar, entre risas y un poco de vergüenza. A veces nos reímos al recordar que casi nos perdemos por tonterías. Pero tal vez haya sido ese camino el que nos enseñó el verdadero amor. Un amor no de postal, no de guion, sino el que nace del entendimiento, el perdón y el respeto.

Ahora sé con certeza que el odio no siempre es el fin. A veces es solo una emoción mal interpretada, un sentimiento vivido de manera incorrecta. A veces, tras la agresividad, se esconde algo mucho más profundo.

Si alguien me hubiera dicho entonces, a los 14 años, que esa chica obstinada y molesta se convertiría en el sentido de mi vida, habría pensado que estaba loco. Y ahora, ahora le agradezco al destino que ella se sentara a mi lado. Y que un día se atreviera a acercarse y decir: “Basta”.

En la vida, todo es posible. No te apresures a poner el punto final. A veces, tras el odio, se esconde el amor. Y si te atreves, puede suceder un milagro. Como nos pasó a nosotros.

Rate article
MagistrUm
Del odio al amor: cuando la rivalidad se transforma en algo más.