Del dolor nació el amor: gracias a Dios por enviarme a mi amado.

De mi sufrimiento nació el amor: ¡gracias a Dios que me envió a Sergio!

Me llamo Ana Fernández y vivo en Aranjuez, donde la Comunidad de Madrid se extiende a lo largo del río Tajo. Desde niña me fascinaban los niños: pasaba horas mirando a los pequeños jugar en el parque, soñando con el día en que tendría el mío propio. A los 25 años, ese sueño casi se materializaba: me detenía en el parque, observando a los niños correr, reír, caer y levantarse de nuevo, y mi corazón se encogía ante el deseo de ser madre.

Javier fue mi primer amor verdadero. Planeábamos casarnos, y cuando descubrí que estaba embarazada, la felicidad me inundó como una ola. Ya veía a nuestra familia, nuestro hogar, a nuestro futuro hijo. Sin embargo, para él, la noticia fue un shock. Se puso pálido, se cerró en sí mismo y, simplemente, hizo las maletas y se fue del apartamento donde vivíamos juntos. Me quedé sola, abandonada, con un hijo en camino y sin una sola palabra de despedida. No volví a verlo. Por las noches, no podía dormir, las ideas rondaban mi mente como abejas: abortar, dar al niño en adopción, criarlo sola. Descarté los dos primeros al instante, hubiera sido traicionarme. El tercer camino me atemorizaba: sabía que enfrentaría el juicio de mis padres, sus eternos reproches, pero estaba dispuesta a luchar.

Dicen que la noche trae consejo y en la mañana llegó la esperanza. Ese día, al dirigirme al trabajo con el corazón pesado, me encontré con Sergio en la entrada. Él era mi vecino – un chico alto y amable que daba a entender que le gustaba. Captaba sus miradas largas y cálidas, notaba cómo se apresuraba a ayudarme con las bolsas al volver del supermercado. Solía pasar de largo, con un breve “hola”, pero esa mañana me detuve. Conversamos. Me preguntó por Javier y, sin saber por qué, le conté todo: mi dolor, mi miedo, mi soledad. Esa noche me esperaba en el portal con una rosa roja en la mano, y un mes después nos casamos. No quería boda, me parecía una farsa, pero Sergio insistió: “Todo estará bien, confía”.

Mi esposo era un tesoro – amable, inteligente, atento, de corazón abierto. Pero yo no lo amaba. Cuando nació nuestra hija, Carmen, hizo milagros: en cuatro días transformó la casa en un cuento de hadas, renovó todo con sus propias manos, decoró su habitación de tal forma que parecía un sueño infantil. Sus amigos le ayudaron y yo veía cómo brillaba de orgullo. Algo se movió en mi interior, el calor inundó mi pecho, pero la chispa, esa magia, todavía faltaba. Sergio luchó por mi corazón, rodeándome de cuidados, sin rendirse, pero yo permanecía fría como una piedra.

Entonces, el destino nos golpeó de nuevo. Nació nuestro hijo, débil, enfermo, con un diagnóstico grave. Los médicos nos miraban con lástima: “Déjenlo ir, será lo mejor”. Miré a los ojos de Sergio – en ellos había el mismo horror que me desgarraba el alma. Nos opusimos, aferrándonos el uno al otro como a un salvavidas. Pero una semana después, nuestro pequeño falleció. Esa noche lloramos juntos, él me abrazó y susurró que tal vez nuestro hijo había ido a un lugar donde no sentiría dolor. Esta pérdida nos destrozó, pero nos unió más de lo que jamás imaginé. Aquella noche, por primera vez sentí que lo amaba – no solo lo respetaba o agradecía, lo amaba con todo mi ser. De la pena, como del polvo, nació el amor.

Después, como un milagro, llegaron nuestros niños, uno tras otro – dos remolinos de luz y alegría. Ahora nuestra casa está llena de risas, calidez, vida. Estoy loca por Sergio, el padre de mis hijos, mi salvador. Llegó a mi vida cuando caía en el abismo y me sacó hacia la luz. Creo que fue Dios quien lo envió para que juntos superáramos las lágrimas y viviéramos hasta ver crecer a nuestros nietos. Cada mañana lo miro y pienso: gracias por existir. Gracias por no rendirte. De nuestro dolor surgió una felicidad auténtica e inquebrantable. Y sé que con él estoy lista para afrontar lo que venga.

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Del dolor nació el amor: gracias a Dios por enviarme a mi amado.