Del amor de su vida a la soledad: cómo logró encontrar la verdadera felicidad.

— Elena, ¿te acuerdas de que prometimos ser siempre sinceros unos con otros? Tengo que decirte la verdad: me he enamorado. De otra. Perdóname, pero me voy. Ella es la de mi vida, con quien quiero envejecer. Es especial, es como… el universo. Estos sentimientos son reales, enormes, como el cosmos…

Mientras Mateo hablaba, sus ojos brillaban con una felicidad casi enfermiza. Y Elena, enfrente, se aferraba al respaldo de la silla para no caerse.

— ¿Estás en tu sano juicio, Mati? ¿Qué amor de tu vida? ¿Y yo qué? ¿Te acuerdas siquiera de que tenemos una hija? Un año y medio, Mati. Un año y medio. Yo en casa, sin trabajar, y tú, con treinta y cinco años, de repente te crees un Romeo y decides vivir por amor.

— Elena, yo… — intentó decir algo, pero, como escapando de la realidad, se encerró en el baño con el móvil. Seguro que seguía flotando entre las estrellas por WhatsApp.

Esa noche, Elena lloró abrazando a la pequeña Lucía mientras dormía. No pegó ojo en toda la noche, y a la mañana siguiente, con el pelo recogido de cualquier manera y la niña vestida a toda prisa, se fue a casa de su suegra.

— Elena, pero hija mía, hay que saber mantener al hombre más firme. Mira cómo vas, con esa coleta y esa ropa pasada de moda… claro que se va. Los tiempos han cambiado, todo es más rápido ahora. Mateo no quiso perder el tiempo cuando encontró a la indicada. No eres la primera ni serás la última a la que el marido la deja. Tráeme a Lucía si necesitas ayuda, y tú, ya verás, encontrarás a alguien — soltó Carmen, como si no hablaran de una familia, sino de un yogur caducado.

Elena volvió a casa sintiendo que algo dentro de ella se moría. La esperanza. Las ilusiones. Los sueños. Todo.

Lloró tres días seguidos. Y luego se levantó, se secó las mejillas e hizo lo más importante: puso la demanda de divorcio y la pensión alimenticia. Basta de vivir en la fantasía de que todo podía arreglarse. Que Mateo disfrutara de la libertad que tanto quiso.

Carmen ayudaba de vez en cuando, pero era más una limosana que otra cosa. Un paquete de pañales como si fuera un regalo del cielo, cien euros con aire de superioridad. La madre de Elena vivía en otra ciudad y le mandaba algo de dinero, lamentándose por teléfono de lo injusta que era la vida. Elena escuchaba, apretaba los dientes y seguía adelante.

Pasó un año. Logró meter a Lucía en la guardería y volvió a trabajar. Los primeros meses fueron un infierno: mocos, toses, noches sin dormir. Pero poco a poco todo se calmó. Elena se acostumbró. Había algo bueno en su nueva vida: libertad, claridad, nada de mentiras. A veces veía a los padres en la guardería, borrachos o malhumorados, y pensaba: “Menos mal que estoy sola”.

Hasta que un día Carmen llamó:

— ¡Elenita! ¡Qué alegría! ¡Mateo va a ser padre, imagina!

— Me alegro. Salud para la madre y el bebé — murmuró Elena. Y se sorprendió al darse cuenta de que no le dolía. Había superado el dolor.

A la semana, otra llamada. Esta vez, desesperada.

— ¡Elenita! ¡Desgracia! ¡Mateo ha tenido un accidente! Está en la UCI. El coche quedó hecho chatarra, y él milagrosamente vivo. Pero quedará con secuelas. ¡Qué desgracia!

Elena se quedó callada. Le dio pena, como a cualquier ser humano. Al fin y al cabo, era el padre de su hija. Vivieron juntos. Pero la pena no era motivo para olvidar todo. Y menos para volver a esa vida.

Sin embargo, a los días, otra llamada:

— Elena, tienes que llevarte a Mateo a casa. Cuidarlo, ayudarlo. Yo haré lo que pueda. ¡Hay que sacarlo adelante!

— ¿Tengo que? ¿Por qué?

— Pero si casi sois marido y mujer, solo faltó el papel. ¡Y está vuestra hija! Siempre preguntaba por Lucía, siempre la quiso. Y a ti también. Solo se equivocó. Todos nos equivocamos.

— ¿Equivocarse? Vale. Pues que ahora lo cuide la mujer de sus sueños. Yo no tengo nada que ver.

— ¡Qué va, lo ha dejado! Dice que no quiere un inválido. Solo fue una vez al hospital. ¡Y encima quiere deshacerse del bebé!

— Lo imagino. Pero ese no es mi problema. Él nos dejó a la niña y a mí, olvidó quiénes éramos. Solo vio a Lucía una vez, la pensión es una miseria. ¿Y ahora habla de obligaciones?

— ¡Eres una desalmada! ¡Se lo diré a la niña, que abandonaste a su padre cuando más lo necesitaba! ¡Ya verás cuando crezca y lo sepa!

— Dígaselo, Carmen. Pero empiece por cómo él nos abandonó a los tres. Y dónde estaba cuando Lucía lloraba por las noches con fiebre. No me da miedo. Que sepa la verdad.

Al final, Carmen se llevó a su hijo a casa. No fue tan grave: Mateo sobrevivió, aprendió a caminar con bastón. Y poco después, Elena se encontró con una vieja amiga, la que antes salía con ellos también en pareja. Y le contó algo:

— Oye, ¿sabes que Carmen va a soltar por todo el barrio que abandonaste a Mateo cuando estaba en coma? Que él no tenía a nadie, y que tú te divorciaste mientras él no podía defenderse.

— ¿Qué?

— ¡Sí! Y que no le dejas ver a Lucía, que él es el pobre mártir y tú la bruja interesada. Hasta dicen que el accidente fue por culpa de la pena que le diste…

Elena caminó hacia casa como aturdida. ¿Cómo podían mentir así? ¿Cómo podían tergiversarlo todo? Y lo peor: encontrar gente que se lo creyera.

Recogió a Lucía de la guardería. La niña iba a su lado, hablando sin parar, mientras Elena no podía dejar de darle vueltas a la cabeza…

— ¡Mamá, mamá, ya llegamos! — Lucía tiró de su mano. — ¿Por qué estás triste? ¿Por la abuela? ¿Por papá?

Elena asintió, sin poder hablar.

— No te preocupes. Yo seré buena, por los dos. Te quiero muchísimo, mamá.

Entonces, abrazando a su hija, Elena sintió una extraña paz. Como si alguien le hubiera quitado una mochila llena de piedras. Ya no sentía rabia. Ni indignación. Que hablaran. Que mintieran. Lo único real era esto: esos bracitos cálidos rodeando su cuello. Esos ojos llenos de amor incondicional.

Eso era la felicidad. No cuentos de amor eterno. No promesas bonitas. Solo esto: el amor de su hija y la certeza de que, pase lo que pase, todo saldrá bien.

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Del amor de su vida a la soledad: cómo logró encontrar la verdadera felicidad.