Lo que comenzó como una discusión acalorada se terminó de inmediato con un portazo resonante, dejando tras de sí un silencio ensordecedor. Una gran gata gris, alarmada, movió las orejas, saltó del sillón y comenzó a inspeccionar el apartamento. Lo que vio no le gustó en absoluto. María estaba tumbada en el sofá, llorando en silencio.
Fifí se preocupaba mucho cuando su querida dueña se sentía mal, así que se subió con ella y empezó a consolarla de todas las formas que una gata sabe hacer. Ronroneaba las melodías más dulces, la amansaba con sus patitas, le hacía cosquillas en la cara con sus bigotes y le rozaba la cara con el hocico. Pero María permanecía indiferente y seguía llorando.
Fifí estaba muy sorprendida, ya que sus caricias nunca antes habían pasado desapercibidas. En el ambiente comenzó a notarse un aire de tristeza…
María y Felipe adoraban a su gata, y la felina les devolvía el cariño. Era la princesa de su pequeña familia y consideraba su deber proteger y alegrar a quienes representaban su mundo.
Hace muchos años, en una tarde otoñal llena de lluvias, Felipe llegó a casa con un gatito húmedo escondido bajo su chaqueta. No pudo pasar de largo al verlo temblando en las escaleras del portal. Las manos cariñosas de María acogieron al pequeño sin hogar, y pronto comenzó la tarea de alimentarlo, bañarlo y calentarlo.
El gatito resultó ser hembra, y ya que los primeros días en casa dormía la mayor parte del tiempo, la llamaron Fifí como un tributo a su naturaleza soñolienta. La querían, la consentían y perdonaban sus pequeñas travesuras. Tenía la comida más deliciosa, juguetes entretenidos y un auténtico palacio gatuno de varios niveles. Fifí prefería dormir en la cama junto con sus queridos humanos.
Después de unos días en que Felipe no apareció por casa y María seguía en el sofá llorando, Fifí comprendió que algo muy malo había sucedido con las personas que tanto quería. La gata se sentaba en el alféizar de la ventana y miraba pensativa la calle, donde la lluvia otoñal caía insistente. El clima le recordaba aquel día cuando Felipe la rescató, una pequeña bolita de pelo callejera, y cómo juntos la cuidaron…
“Es hora de salvar a la familia. ¡Tengo que tomar cartas en el asunto!”, pensó la gata gris, tomando una decisión firme.
María no podía recordar cuántos días había pasado en ese estado de letargo. El día se convertía en noche y la noche en día, y las lágrimas nunca cesaban… Felipe se había ido… Se habían separado… Y todo por una tontería… Sus pensamientos eran un caos, se multiplicaban y desvanecían sin control.
Comprendiendo que esto no podía seguir así, María salió arrastrándose del sofá y se dirigió a la cocina. Sus ojos errantes se toparon con los platos de comida de la gata. La comida estaba intacta.
—¡Fifí! ¡Mi pequeña! ¡Dios mío, cariño! ¿Dónde estás?
La apatía se desvaneció de un golpe. Reprochándose internamente, se lanzó a buscar a la gata.
Fifí, como un pequeño ovillo peludo, yacía en el sillón favorito de Felipe, sin responder al llamado de su dueña. Su cola caía sin vida, su pelaje opaco y sus ojos verdes estaban carentes de vida. María la tomó en brazos, angustiada, y comenzó a deambular por el apartamento.
—Mi pequeña, ¿qué te ocurre? ¡Perdóname! ¿Cómo pude ser así?
Sin soltar a la gatita, tomó el teléfono.
—¡Felipe! Escucha… Fifí… está muy mal… No sé qué le pasa. La llevaré al veterinario. Ven, por favor.
El veterinario, ya mayor, examinó detenidamente a la paciente, analizó los resultados y masculló.
—Honestamente, no sé qué decirle. No veo ninguna anomalía visible en el animal. Todos los análisis indican que la gata está saludable. La ecografía no mostró nada. Todo es acorde a su edad.
—¿Pero qué es lo que tiene? ¡Doctor, véala en el estado en que está!
—La veo… Puedo hacerle una pregunta…
—Sí, doctor, por supuesto.
—¿Ha habido algún cambio en su hogar o familia recientemente? Tengo la sensación de que su gata no ha aceptado esos cambios y conscientemente se está dejando ir. Piensen en eso. Por ahora, solo puedo recomendarles que vigilen su alimentación y le den vitaminas.
Con mucho cuidado, Felipe sacó a Fifí de la transportadora, la colocó en el sillón y se sentó junto a ella en el suelo, acariciando su delicado pelaje.
—¡Perdóname! No hay palabras para describir lo tonto que he sido.
La gata levantó la cabeza, miró atentamente a su dueño y le golpeó suavemente la mano con el hocico.
—¿Me has perdonado? ¡Gracias! Ahora tengo que pedirle perdón a María.
Las voces se apagaron y el apartamento se llenó de silencio. La gata gris saltó cuidadosamente del sillón y se acercó al sofá. Enroscada como un ovillo, María dormía, abrazada a Felipe…
“¡Así se hace! —pensó la gata—. ¡Qué gran actriz soy! Pero esta dieta forzada no le sienta bien a mi figura”.
Con la cola bien levantada y sus ojos verdes chispeando de satisfacción, Fifí se dirigió a la cocina. La guardiana del hogar, después de todo, necesitaba reponer fuerzas…