Victoria Estebanovna había vivido durante años sola en un acogedor piso de dos habitaciones en un barrio antiguo de Cuenca. La casa era cálida, los vecinos, amables, y todo a su alrededor le resultaba familiar, conocido hasta el mínimo detalle. Con la edad, la mujer pasaba más tiempo en casa, paseando por el patio donde todos la conocían, tanto jóvenes como mayores. Se quedó viuda joven, pero nunca se quejó. Crió a su hija Julia, le dio estudios y hasta le ayudó con un piso cuando esta se casó.
Julia y su marido vivían bien, criando a su hijo Álex, mientras Victoria Estebanovna los veía principalmente en fiestas y cumpleaños. No se ofendía: sabía que los jóvenes tenían su propia vida. Pero todo cambió cuando el marido dejó a Julia. Se fue con una mujer más joven, dejándole al niño y una montaña de deudas.
Al principio, su hija aguantó, pero al final se desmoronó. El dinero empezó a escasear, Álex necesitaba ir al colegio, y ella misma quería arreglarse, vestirse decentemente. Una amiga le sugirió entonces que su madre vendiera el piso y se mudara con ellas. “Buena idea”, decía. “No estará sola y tú tendrás ayuda.” Julia no lo pensó mucho y convenció a su madre. “¿Qué tenemos que repartir? Somos familia. Álex estará atendido, y el dinero del piso servirá para sus estudios. Todos ganamos.”
Victoria Estebanovna, sin opción, aceptó. Vendió su casa, entregó el dinero a su hija, recogió sus cosas y se mudó. Al principio, todo iba como lo habían imaginado: cocinaba, limpiaba, lavaba, recogía a su nieto del colegio. Incluso paseaba por el barrio, contándoles a todos cómo sus hijos no la habían olvidado, cómo la habían acogido. Las vecinas escuchaban y, la verdad, muchas sentían envidia. ¿Quién no querría sentirse necesitada en la vejez?
Pero apenas unos meses después, la alegría se convirtió en lágrimas.
Tras el divorcio, Julia se volvió irritable. Y Victoria Estebanovna era su blanco. Como si su madre tuviera la culpa de que su marido la hubiera traicionado. Primero vinieron los reproches: “¿Por qué haces cocido si yo quería croquetas?”, “¡Has ordenado todo y ahora no encuentro nada!” Luego, el silencio, los gritos, las puertas cerradas. “No salgas de tu habitación cuando vengan mis amigas”, le dijo un día. Y entonces lo entendió: en esa casa ya no era ni madre ni dueña. Era una intrusa.
Álex, imitando a su madre, empezó a tratarla con frialdad. Le contestaba mal, le faltaba el respeto, hasta que dejó de saludarla. Como si hubiera absorbido ese desprecio.
Y ella había creído que su nieto sería la luz de su vida. Que leerían juntos, irían al parque, hablarían de la escuela. En vez de eso, solo encontraba vacío. Y un nudo en la garganta cada noche.
Lloraba en silencio. Sin quejarse con nadie. Solo de vez en cuando, al salir al patio, se sentaba en el banco y les contaba a sus viejas amigas lo que la ahogaba por dentro. Y siempre repetía lo mismo: “Chicas, no cometan mi error. Mejor sola, pero en mi casa. Que estar en ‘familia’ y sobrar.”
Ahora Victoria Estebanovna vive como una inquilina. Sin voz ni voto. Todo lo que podía ofrecer ya no vale nada. El dinero de su piso se esfumó. Su ayuda se despreció. Solo le queda su habitación vieja, con el cubrecama que compró antes de mudarse.
Ya no presume ni sonríe. Solo mira por la ventana, recordando cuando cocinaba tortitas con Julia, cuando escuchaba su risa, cuando besaba a su nieto en la mollera. Entonces tenían una familia de verdad. Ahora, solo paredes y miradas ajenas.
¿Qué pasó? ¿Por qué? Victoria Estebanovna no lo sabe. Quizás algo le pasó a su hija. O quizás el refrán tiene razón: “De lejos, todo es más bonito.” Cuando vivían separadas, había cariño y respeto. Pero al juntarse bajo un mismo techo, todo desapareció.
Y cada día se hace la misma pregunta: ¿es esta la gratitud por darle la vida, por ayudarla, por quererla? ¿O ella misma tuvo la culpa de creer en la ilusión de ser necesitada?
Esta es su historia. Callada. Sin escándalos. Pero con un dolor que duele más que los gritos.