—Mamá, ¿por qué tomaste esta decisión? Nosotros vivimos ahora con comodidad y calidez, y tú estás sola, en medio de la nada, en esa casita vieja —la voz de Clara sonaba a reproche, casi con lágrimas.
—No te preocupes, hija. Ya me he acostumbrado a la tierra. Mi alma llevaba tiempo pidiendo tranquilidad —respondió con calma Valentina García, guardando las últimas cosas en su maleta.
Lo había pensado bien, sin arrepentimientos. Su pequeño piso en la ciudad, donde vivían apiñados los cuatro —ella, su hija, su yerno y su nieto— se había vuelto demasiado estrecho. Las constantes discusiones entre Clara y Javier, los tonos irritados, los portazos… todo eso pesaba más que las propias paredes. Y el pequeño Adrián ya no era un niño. Valentina entendió que ya no necesitaba una niñera. Su cuidado ahora era una carga.
La herencia de su abuela —una humilde casa de madera en un pueblo de Castilla— al principio le pareció una broma del destino. Pero luego, al mirar las fotos, el huerto abandonado, el desván lleno de juguetes de su infancia, sintió de pronto que era allí donde debía estar. Allí había paz, recuerdos, silencio… y quizás, algo nuevo. Su corazón le decía que era el momento.
Organizó la mudanza en un solo día. Su hija le rogó que no se fuera, suplicó entre lágrimas, pero Valentina solo sonreía y le acariciaba el pelo. No estaba enfadada. Sabía que los jóvenes tenían su propia vida. Y ella… tenía su propio camino.
La casa la recibió con maleza y una valla rota. El techo cedía un poco, el suelo crujía, y el aire olía a humedad y abandono. Pero en lugar de miedo o confusión, Valentina sintió determinación. Se quitó el abrigo, se remangó y empezó a limpiar. Al anochecer, ya había luz en las ventanas, el aire olía a frescor y a hierbas, y en un rincón cerca de la chimenea descansaban los libros que había traído de la ciudad y una manta tejida a mano.
Al día siguiente, fue al mercado del pueblo a comprar pintura, trapos y cosas para la casa. De camino, vio a un hombre trabajando en su huerto al otro lado de la calle. Alto, con las sienes plateadas y una sonrisa cálida.
—Buenos días —saludó Valentina.
—Buenos días. ¿A quién viene a visitar? ¿O se ha mudado aquí? —preguntó él, secándose las manos en un paño viejo.
—Para quedarme. Soy Valentina. Vine desde Madrid. La casa era de mi abuela.
—Yo soy Emilio Rojas. Vivo justo enfrente. Si necesita ayuda, ya sabe dónde estoy. Aquí los vecinos nos ayudamos.
—Gracias. ¿Por qué no pasa a tomar un café? Celebraremos mi llegada y nos conoceremos mejor.
Y así comenzó todo. Pasaron horas sentados en el porche, tomando café con bizcocho y hablando de la vida. Resultó que Emilio era viudo. Su hijo había partido hace años a Barcelona, apenas llamaba y casi nunca visitaba. Y él, como Valentina, llevaba tiempo sintiéndose de más.
Desde entonces, Emilio se convirtió en un visitante frecuente. Trajo tablones para arreglar la valla, ayudó a reparar el tejado, trajo leña para la chimenea. Por las noches, se sentaban bajo la luz de la farola, charlando, recordando viejos tiempos, leyendo en voz alta.
Poco a poco, la vida de Valentina encontró su ritmo. Plantó un jardín, sembró manzanos, empezó a hornear pasteles que atraían a los vecinos. Clara llamaba a menudo, rogándole que volviera, diciendo cuánto la extrañaba. Pero Valentina solo sonreía y respondía: “Hija mía, aquí no estoy sola. Estoy en casa. Y por primera vez en muchos años, soy verdaderamente feliz.”
Así fue como dos corazones solitarios se encontraron. Entre paredes viejas, calles silenciosas y hierbas altas. Se encontraron para demostrar que nunca es tarde para empezar de nuevo. Y que, a veces, en una casa antigua, puede nacer una vida nueva. Y que la felicidad no siempre está donde la buscas, sino donde decides construirla.