Se fue con su amante y volvió con dos niños ajenos en brazos
Esta historia me la contó una vieja conocida llamada Dolores. Sucedió en un pueblo de la España profunda, en Jaén, donde los rumores corren más rápido que un toro en la feria. Pero confieso que hasta a mí se me erizó la piel cuando escuché por lo que pasó una mujer.
Los esposos, Lucía y Francisco, trabajaban en el hospital comarcal. Ella, pediatra con un corazón de oro; él, un cirujano brillante, lleno de promesas. Vivían como dos pajaritos en el nido. Dos hijos, un piso acogedor, el respeto de sus colegas… una familia perfecta. Claro, con los niños vinieron los agobios, pero se las arreglaban. Lucía dejó el trabajo al nacer los pequeños, Francisco seguía operando, estudiando, viajando a congresos.
Y de pronto, como un rayo en cielo despejado: se enamoró. No de una actriz de la tele, ni de una conocida pasajera, sino de su compañera, una enfermera joven y ambiciosa. Trabajaban juntos, pasaban días y noches de guardia hombro con hombro. Y en algún momento, Francisco perdió la cabeza.
Vacilaba entre dos aguas, sin saber cómo confesárselo a su mujer. Esperaba el “momento adecuado”, mientras el affaire crecía. Al final, la verdad salió a la luz —como no, con ayuda de los compañeros—. Lucía le echó esa misma noche con las maletas a la calle. Solo le dijo: “Elegiste, ahora vive con ello”.
Francisco se marchó. Confundido, pero se fue a casa de la amante. Ella lo tenía bien agarrado. Astuta, descarada, no pensaba soltarlo por nada. Y para atarlo definitivamente, se quedó embarazada. No de uno, sino de mellizos.
Lucía no soportó seguir en el hospital —ver cada día a su sustituta embarazada era demasiado—. Renunció y se fue a un ambulatorio donde nadie conocía su tragedia. Allí volvió a su labor: curar a los niños y tratar de sanar su propio corazón.
Entonces, la tragedia. El parto se complicó. La joven enfermera no sobrevivió, y los bebés —un niño y una niña— quedaron huérfanos. Francisco, deshecho, los sostenía en brazos sin saber qué hacer. No dormía, iba de médico en médico. Sin familia, sin ayuda: solo él y dos criaturas.
Al quinto día, llamó a la puerta de Lucía. Temblando, con lágrimas en los ojos, cayó de rodillas al abrir ella:
—Perdóname. Fui un idiota. Sálvame. Sálvalos a ellos…
Ella se quedó callada. Mucho rato. Luego lo dejó pasar. Con los niños ajenos. Con el pasado que tan cruel la había traicionado.
Desde entonces, viven los tres. O los cinco, contando a todos los hijos. Ella volvió a ser madre, ahora también adoptiva. Él, callado, encorvado, como si hubiera envejecido veinte años de golpe. No sé si lo suyo es felicidad o resignación. Pero una cosa es clara: su gesto merece respeto. Perdonó. No le dio la espalda al dolor ajeno. Y eso —eso es la verdadera fuerza de una mujer.